viernes, 26 de abril de 2013
La narración televisiva: una realidad ficcionada
Recuerdo haber tenido esa impresión ya con el atentado de las Torres Gemelas y, no hace demasiado, ha vuelto a mis pensamientos con el ocurrido en la maratón de Boston: cada vez más, la supuesta realidad informativa que consumimos a través de la televisión nos llega ficcionada.
Y no entro en la manipulación (más o menos burda, más o menos evidente) que se refiere al tratamiento de las mismas. En este caso me centro más en la parte formal, en la parte tanto visual como narrativa.
Hemos estado acostumbrados, hasta no hace mucho, a que la imagen informativa, con un carácter más documental, inmediato y supuestamente objetivo, se sirviera en un único plano, más bien abierto y general, que bastaba para cubrir y mostrar determinado acontecimiento.
Ahora, gracias a la multiplicación de cámaras situadas en los eventos, a la irrupción del cámara amateur, podemos conseguir contar un suceso como si de una película se tratara, combinando planos medios con generales, picados, cercanos o contrapicados.
Y, no puedo evitar pensarlo, eso hace (al menos es el efecto que produce en mí) que me aleje, que me separe, que lo viva como una ficción más que como la realidad que supuestamente me venden.
No tengo claro si es simplemente un artificio, o hay una intencionalidad concreta.
Puedo entender que haya distintas cámaras en un partido de fútbol, o en una carrera de 100 metros, y que se nos cuente mediante la alternancia de planos para buscar el dinamismo.
Pero si veo cómo explota una bomba o cómo un avión se estrella (sucesos no previstos previamente por el que captura) mediante una medida planificación que alterna los puntos de vista, los planos y hasta la duración de los mismos en una controlada coreografía no puedo dejar de pensar que, una vez más, eso que me cuentan no tiene que ver conmigo.
P.D.
No hace mucho tuve el desagradable gusto de ver un documental completamente doblado.
Siempre pensé que el conservar el diálogo original incluso en las copias dobladas (con un volumen menor pero siempre presente), cuando se trata de un documental, te agarra más a la realidad de quien te habla. Conectas con alguien que no es un actor y cuya historia debe ser escuchada a través de su propia voz, por mucho que se subtitule o doble.
Creo en definitiva que cuando de esa supuesta "realidad" estamos hablando hay códigos que, por mucho signo de los tiempos que estemos viviendo, no se deben saltar.
Ya bastante nos cuesta creernos las cosas.
jueves, 11 de abril de 2013
Frankenweenie: el triste viaje de la imaginación a la realidad
Uno no se cansa de repetirlo porque, además, es tan fácil de entender que asusta: el perfeccionamiento o el alarde técnico, si no va acompañado de un sentido, carece por completo de valor.
Es tan sencillo dejarse seducir por el artifico como perder el interés por él al poco tiempo.
Si no hay una buena razón para su uso, acaba siendo no ya cansado, sino molesto.
Dicho esto bien es cierto que para algún que otro corazón de esteta, como el de uno, cuando los dos (efecto y razón) caminan de la mano y se aportan en la imagen como un único elemento, potencian ambas su significado, aportando una fuerza nada desdeñable.
Porque además, en el mundo audiovisual, han sido los retos más técnicos o artificiales (léase Hitchcock, Welles) los que -desde la convicción y la supeditación a la historia- han conseguido los logros más atractivos visual y narrativamente.
Algo de esto hay, si se me permite decirlo, en un tono menor pero muy bello, en esta transición que muestra Tim Burton en su película Frankenweenie.
Lo que se nos cuenta, en este caso, es el viaje no solo físico sino también sentimental y anímico de Vincent, el protagonista, en ese recorrido que va de su habitación a la escuela.
Y lo hace con fundidos de escenarios en un continuo movimiento de cámara para dejar claro que esa transición no es solo física.
Empieza la escena con un primer plano que mira a cámara sonriente y expectante. Nos situamos en el cuarto del protagonista, casi a oscuras, y apreciamos el proyector de cine (que emite luz, que cuenta historias, que llena su vida).
A partir de ahí todo va a ser alejamiento (la cámara se aleja de Vincet) al mismo tiempo que su rostro se vuelve más taciturno y melancólico, y a la par también de que los escenarios donde situamos al protagonista vayan cambiando.
La calidez y emoción del primer plano, el mundo único, personal e intransferible donde ese niño se siente más cómodo se diluye a medida que ese mundo se abre al resto del mundo, y de la habitación pasamos al desayuno para acabar en la escuela, donde la personalidad de Vincent se ha unificado y empobrecido a un tiempo.
El hecho además de que la figura de él permanezca en el mismo lugar (es como si no se hubiese movido, como si siguiese viviendo en su propio mundo) potencia esa lucha de fantasía y realidad, en la que el espacio gana la partida y afecta la expresión del protagonista.
Me gusta igualmente el juego de la luz.
Presente en el primer encuadre con al presencia del proyector de cine, y cobrando el protagonismo de lo imaginario, de lo inventado, de lo que existe solo en la cabeza y la imaginación de Vincent (y que le aporta, de hecho, esa luz interior que refleja su rostro), vuelve a hacerse presente en el último encuadre de una manera muy distinta: la luz, en la escuela, aparece como lo exterior, lo prohibido, lo que se proyecta de un modo casi amenazante.
Hemos viajado con Vincent sin salir de su cabeza, trasladándonos física y emocionalmente con él, en un alarde técnico fabuloso, pero con un sentido medido, meditado y ajustado a la propia historia.
Y sí: que viva la fantasía.
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