Material didáctico y/o de entretenimiento alrededor del cine y la imagen


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sábado, 1 de marzo de 2014

Me encuentro con el cine (en Roma) a cada paso: de Caro Diario a La Gran Belleza

Me encuentro con el cine a cada paso.
Por mucho tiempo que haga que no lo has visto ahí está: imponente, sutil, misterioso, natural e imperecedero.

No me puedo quejar. Estoy recuperando el ritmo de ver películas y, curiosamente, es algo que no me reconcilia con él, con el cine, sino conmigo mismo.
Así que había que volver a este hogar semiolvidado que es "Breve encuentro".
Mucho más si hoy cumple años, mucho más si quiero retomar la cadencia, mucho más si ahora tengo el tiempo para ello, mucho más si nunca se fue y no hace otra cosa que acompañarme siempre.

Me encuentro cine a cada paso.
Me lo encuentro de casualidad, mientras paseo.
Como le sucedía a Nanni Moretti, como le sucedió al Jep Gambardella que interpretaba Toni Servillo.

Tanto en "Caro Diario" como en "La Gran Belleza" tiene lugar un episodio parecido y a la vez profundamente distinto.
En los dos casos, el protagonista de la película se encuentra a una actriz (que no interpreta a un personaje sino a ella misma) y la llama por su nombre.
En los dos casos sucede en Roma.
Pero, mientras en el caso de "Caro Diario" el encuentro es de lo más cercano y mundano, la aparición que sucede en "la Gran Belleza" está rodeada de misterio y distanciamiento.
Curiosamente veinte años justos separan las dos películas.


En el primer capítulo de Caro Diario, película dirigida por él mismo en 1983, Nanni Moretti viaja en vespa recorriendo las calles de Roma mientras enumera, piensa, especula y nos ofrece las mil y un diatribas que pasan por su cabeza.
En un momento determinado, ve a dos personajes y detiene su vespa.





Cree reconocer a la chica, se baja de la moto y le grita: ¡Jennifer!, ¡Jennifer Beals!


Ella se vuelve y efectivamente, es Jennifer Beals, la actriz que se hizo famosa por "Flashdance", acompañada de su marido de entonces, Alexander Rockwell.
La conversación, llevada por Moretti, se conduce como no podía ser menos por el absurdo, mientras Jennifer trata de traducir a su marido las incoherencias del motorista.

En esta ocasión el cine hunde sus pies en la tierra, se vuelve cotidiano y se normaliza.



Misma ciudad, pero distinto es el caso de "La Gran Belleza", esa cautivadora y subyugante obra de arte dirigida en 2013 por Paolo Sorrentino.
En esta ocasión el omnipresente protagonista de la cinta, Jep Gambardella, pasea por esa su Roma, nocturna, decante, y en un moneto dado, de entre las sombras, aparece una mujer.


Jep la observa y su expresión pierde ese gesto de superioridad que siempre lo acompaña para convertirse en verdadera sorpresa.



No puede evitar llamarla: "Madam Ardant" y ella se gira.
Todo en la escena se vuelve de una densidad muchísimo mayor que en "Car Diario". Este es un encuentro desde la admiración, desde la fascinación, desde el más profundo de los respetos.



Las expresiones de los dos así nos lo marcan. Un sereno placer, una honda alegría, un aura inasible, una contenida seducción.
Jep se ha encontrado con Fanny Ardant, diva del cine francés de los ochenta, y la fascinación que desprende su mirada es evidente.




La seducción quedará ahí.
La diva, la actriz, quizá paradigma de el cine en general, resulta inalcanzable.
Nos hemos cruzado con ella, nos ha sonreído, nos ha podido parecer cercana, pero vuelve su rostro y sigue su camino, perdiéndose en las sombras.

En un mundo de luces y sombras los encuentros vienen y van, aparecen y desaparecen.
Las actrices (¿reales?) dentro de una película (¿irreal?) se pierden cuando la luz que ilumina la pantalla se apaga.
Habrá que seguir caminando, a ser posible en Roma, para hacer que esos encuentros, breves o no, sean cada vez más frecuentes.







sábado, 10 de noviembre de 2012

Limbo vs. El amigo de tu hermana vs. Los Soprano: Fundidos a negro, fundidos a blanco

Hoy toca hablar de tres finales pero sin destripar nada. Lo aseguro. Ni un ápice.

Limbo.
El amigo de mi hermana.
El final de la serie "Los Soprano".

Los tres acaban con un fundido.
En el caso de "Limbo", la película dirigida por John Sayles en 1999, será un fundido a blanco, lento, ambiguo, neblinoso como la escena que lo acoge.
En "El amigo de mi hermana" (¿por qué esta traducción del original "Your Sister's Sister", por qué?) será un fundido a negro, abrupto, cómico e intrigante.
Y en el caso de "Los Soprano"...
Bueno, qué decir de el final de Los Soprano que no se haya contado ya.

En los tres casos el fundido significa lo mismo. En los tres casos el fundido es un punto y aparte. En los tres casos el fundido no es el final sino el comienzo.
La pega, también en los tres casos, es que es un comienzo que nos está vedado, un comienzo (la película acaba pero empieza otra cosa) que no podremos sino imaginar. Porque se trata de que la historia siga viva. Con nosotros (en nosotros) y sin nosotros. Por supuesto.
Y va a ser precisamente ese fundido la frontera entre lo que nos han contado hasta ahora (una ficción, una parte de la historia, concreta, con una duración determinada) y lo que queda por venir (que es, en realidad, toda la vida).

También un nexo común de esos tres fundidos es que resultan inesperados (bueno, quizá en algún caso más que en otro). De cualquier manera están pensados para dejar al espectador con ganas de más, con ganas de saber, con ese pensamiento de "ahora no" que te asalta siempre con los finales sobrevenidos.

Aunque haya también sus diferencias:


Como hemos dicho, en el caso de "Limbo" es un fundido a blanco, lento e inquietante. Los tres protagonistas miran al cielo con una expresión ambigua. Todas las preguntas que nos hacemos como espectadores están encerradas en sus expresiones. Nuestras preguntas son sus preguntas, y cuando la niebla (el fundido a blanco) inunde nuestra pantalla será el momento de aceptar que la respuesta no llegará nunca.
Ellos, los protagonistas de la historia, no la sabrán nunca, por mucho que a nosotros, los observadores, nos pese.


No es esta la imagen final de "El amigo de tu hermana". Era demasiado explicativa como para ponerla aquí sin destripar una parte importante de la historia.
En esa imagen final están los tres protagonistas esperando algo que, cómo no, nos será vedado.
Nos será arrebatado de golpe, con un fundido a negro por un lado esperado pero por otro claramente inoportuno.
Aunque hay otra gran diferencia con "Lone Star". En este caso, habiendo terminado la película, entendemos que los personajes saben cómo acaba la historia. Nos han ejecutado el fundido justo antes de su reacción, así que para cuando nos damos cuenta de que ya no sabremos cómo acaba, pensamos irremediablemente que ellos sí, que ellos sí lo saben.


Con Los Soprano la vuelta de tuerca es  mucho mayor.
Por supuesto que hay mucho de boutade, mucho de fanfarronería y de lo hago porque puedo en esta manera de terminar una serie de siete temporadas.
Pero puestos a dejar libres los personajes, decididos ya a no continuar con la historia quizá sea esta manera mucho más contundente que un final de los denominados cerrados.
Aquí hemos conseguido que todas las posibilidades estén abiertas, que todos los caminos sean posibles, que las distintas continuaciones se hagan presentes (y que por tanto cada espectador escoja la suya) por lo que no tendría mucho sentido retomarla.

En ese gesto imposible de Tony Soprano que casi nos mira, sentimos cómo nos está invitando, en realidad, a hacer su vida eterna.
Y nosotros, con gusto, le seguimos.
Como siempre, hasta el fundido en negro.

miércoles, 13 de junio de 2012

Chantaje a una mujer vs. El secreto de sus ojos: La difícil frontera entre las casualidades, los homenajes y los plagios

A María, que me habló de esta historia.

Siempre resulta arriesgado poner el límite (y si hablamos de arte contemporáneo mejor ni hablamos) entre lo que podríamos considerar un homenaje y lo que claramente resulta un plagio.
Supongo que a veces lo mejor, cuando quieres hacer un homenaje, es mostrarlo de un modo claro y sin ambages, evitando la confusión y el enmascaramiento que, en la mayoría de las ocasiones, llevará al espectador a pensar que detrás de ese ocultamiento hay (y probablemente lo haya) una intención de copia descarada.
Pero ya digo que esa línea, en la práctica, resulta difícil de concretar.

Y luego entramos, para complicar aún más la cosa, en el mundo de las casualidades.
Que, además, existen.

Recuerdo ahora, aunque no venga exactamente al caso, la historia de unos amigos que habían escrito "La boda de mi mejor amigo" antes de que P. J. Hogan la rodase.
No es tan extraño. Repasemos el argumento:
Dos amigos, inseparables desde el Instituto. Cuando el chico decide casarse con otra, la chica se da cuenta de que lleva toda la vida enamorada de él.
Ahora cambiad la historia y pensad que en vez de ser el chico el que decide casarse es la chica. Que en vez de en Nueva York se desarrolla en Madrid.
No es tan raro que se den este tipo de casos.

Esto vendría igualmente al pelo para aquellos que sostienen que en lo narrativo, esquemáticamente hablando, las historias (sexo, amor y muerte) no dejan de repetirse.
No les falta -parte- de razón.

En cualquier caso en esa frontera (a veces absurda, a veces desvergonzada) que supone este montante de casualidades, plagios y homenajes, se circunscribe la entrada de hoy, una comparativa entre escenas muy similares de "Chantaje a una mujer", dirigida por Blake Edwards en 1962, y "El secreto de sus ojos", la película que Juan José Campanella rodó en el 2009.

Es difícil por no decir imposible haber visto "El secreto de sus ojos" y no recordar el movimiento de cámara del estadio. Visualmente tan atractivo que arrastra muchos de los valores propios de la cinta en sí, y que hace tiempo analicé en este mismo blog.
Por eso no es de extrañar que, como le ocurrió a María, al ver casi de casualidad la película de Edwards (rodada 47 años antes) en la televisión, al ver la escena del campo de béisbol se establezca una relación más que directa.

Pero vamos paso a paso.
El movimiento que se produce en la película de Campanella empieza tras una conversación en un bar sobre fútbol y sentimientos, y nos lleva, desde un plano muy abierto, hasta un estadio de fútbol.



















La cámara va progresivamente acercándose (con una música épica que se irá fundiendo con el sonido del estadio y sus espectadores) hasta entrar literalmente dentro del espacio.





















A partir de ahí, combinando lo real y lo digital, haremos un recorrido que nos llevará hasta el público y luego hasta el mismo rostro del protagonista.
























Este plano secuencia, fascinante, complejo y artificial como ninguno (y que además continúa), queda definitivamente marcado en la retina del espectador.
Por eso resulta fácil establecer la comparativa -mucho más sencilla, más modesta si queréis- de la cinta de Edwards, pero cuyas conexiones son evidentes.

En el caso de "Chantaje a una esposa", en la escena anterior vemos a Lee Remick, la protagonista (han secuestrado a su hermana y está tratando de ayudarla), en un taxi. El taxista le da un sobre con una instrucciones y un ticket para el estadio de los Giants.
















Apreciaremos un lento fundido donde convergen los dos espacios físicos (el de la entrada y el real) que nos llevará de uno a otro.
En el caso de "El secreto de sus ojos" el cambio que se hace al plano aéreo es por corte, más espectacular, mientras que aquí se opta porque sea mediante esta transición.

















La verdad es que, con todas las diferencias y salvedades de las dos escenas, la impresión visual que recibimos es la misma. 
Esos estadios (uno de fútbol otro de béisbol, uno en color otro en blanco y negro) son ciertamente muy similar, surgidos uno y otro de la oscuridad y el misterio de lo que allí habrá.














Las limitaciones técnicas entre 1962 y el año 2009 son evidentes.
La perfección técnica y el artificio mostrado por Campanella en su entrada al estadio, se va a sustituir en este caso por un lento y constante acercamiento.
















Pero -también de un modo curioso- el recorrido que hace Edwards en su película -aunque sea a traves de planos por corte- será el mismo que años después realice Campanella. 
Es decir: estadio/jugadores/espectadores.

Una vez que nos hemos acercado lo suficiente, que hemos entrado en el estadio, el plano se rompe bruscamente con el golpeo que de la bola hace uno de los jugadores.
Esto se correspondería claramente con el disparo al palo que sucede en el estadio de fútbol del Avellaneda.
Y tras ese golpeo, pasamos al público, exactamente lo mismo que ocurrirá en "El secreto de sus ojos" solo que aquí será por corte mientras que en la película argentina sucede todo en un continuo.














Pero, aunque sea por caminos diferentes, hemos partido del mismo punto y hemos llegado al mismo destino.














Todo lo demás que pueda surgir de ahí es una duda inmensa: ¿hasta qué punto conocía Campanella la película de Edwards?, ¿cuánto quiso que se notase una en la otra?, ¿puede todo ser fruto de una casualidad?, ¿funcionaría bien como homenaje o si ha sido simplemente copiada y plagiada sin más?

Supongo que bastaría con preguntarle a Juan José.
Mientras tanto cada uno que piense -esa es otra de las magias- lo que quiera.

domingo, 1 de mayo de 2011

El silencio de los Corderos vs Hannibal: Lo que se muestra, lo que no se muestra

Lo que se muestra, lo que se enseña, frente a lo que no se muestra, lo que no se enseña.
No vamos a hablar aquí de erotismo, aunque el símil es más que pertinente, y sí del lenguaje narrativo, del cine en general.

La experiencia nos dice que ha resultado siempre más efectivo a la hora de narrar, el no dar al espectador todos los datos.
Lo hemos dicho en alguna ocasión: el espectador cinematográfico ya es -por su propia esencia- uno de los más pasivos a la hora de la asimilación de aquello que está viendo (si lo comparamos con un lector de cómic o de novelas la cosa está clara), por lo que todo lo que sea activar su relación con lo que observa resultará siempre más adecuado.

Pero no es solo eso.
Muchas veces, si queremos provocar, si queremos dar miedo, si queremos conmover, asustar o emocionar, es mucho mejor no dar todos los datos al espectador, no dejarse seducir por lo obvio, y recurrir a lo no mostrado, al espacio fuera de campo, a lo que solo se intuye, a lo que acaba siendo imaginado por el que mira.

Son muchos los ejemplos, pero no se me ocurre otro mejor para ejemplificarlo que la dicotomía que se produce entre "El Silencio de los Corderos" y su secuela "Hannibal" y cómo ambas películas afrontan un mismo hecho de manera completamente distinta.

El hecho en cuestión es el ataque que realiza el doctor Hannibal Lecter a una enfermera, en la cárcel en la que está recluido.
Vamos a analizarlos por separado:

En "El Silencio de los corderos", dirigida por Jonathan Demme en 1991, dicho ataque es utilizado por el doctor Chilton para asustar a la agente Clarice Sterling, que acaba de llegar a la institución donde se encuentra encarcelado Lecter para entrevistarse con él.
A fin de amedrentarla, Chilton le cuenta -solo de modo verbal- el ataque que Lecter infringió a una enfermera, y le enseña una foto de cómo quedó la cara de la chica.

La secuencia completa está en este vídeo:


Hay varias cosas llamativas de esta secuencia, aunque lo que propiamente nos interesa se encuentre al final.

Antes, podemos apreciar cómo el director quiere crear desasosiego en el espectador a través de los intrincados espacios que deben cruzar Chilton y Sterling para llegar a donde está Lecter.

El primero es una escalera, cuya balaustrada nos anticipa ya los barrotes de la prisión en la que se encuentran.



El siguiente espacio está mostrado con un movimiento de cámara que literalmente nos engulle y nos condiciona, que nos introduce en una espiral claustrofóbica donde no acabamos de tener muy claro dónde estamos, quién está a qué lado de las rejas.

De hecho, el plano empieza con un acercamiento a una de las puertas, y al principio tenemos la sensación de que nosotros somos Chilton y Sterling y que nos vamos adentrando en la prisión.




Pero pronto apreciaremos que no, que los dos protagonistas están al fondo del plano y que vienen a nuestro encuentro, que en realidad somos nosotros los que estamos encerrados, al otro lado de la puerta.
Entonces dicha puerta se abre y pasan Clarice y el doctor.






Y en ese momento, por si el escenario no fuese ya suficientemente confuso, ambiguo y claustrofóbico, la cámara sigue a los dos sujetos (gira desde el punto en que arrancó el movimiento) y nos encontramos que al fondo hay otra puerta, otra valla, otra reja.
La sensación de enclaustramiento no puede ser mayor.



El final de la secuencia, y la parte a la que me refería, sucede ahora.
Por si no había preparado al espectador suficientemente en ese entramado de pasillos y rejas, el director sumerge a los personajes en un último tour de force y les hace bajar unos escalones que llevan hasta la última verja, que está iluminada por una luz roja.
El símil del descenso a los infiernos resulta evidente.





Y será en ese preciso instante cuando Shilton cuente la historia del ataque de Lecter a la enfermera, y le muestre la fotografía de cómo quedó la cara, desfigurada e irreconocible.



Después de tanta tensión, de tanto ambiente cargado, lo que nos queda es este plano.
Un único plano.
Vamos a ver la cara de Clarice cuando ve la fotografía.
No vemos la foto, no vemos la cara de la enfermera, no vemos las atrocidades de Lecter.
Vemos el gesto de Clarice cuando observa todo eso.

En un contrapicado maravilloso, apreciamos todo el horror, todo el miedo, en los ojos de Clarice Sterling.
Y sin necesidad de mostrar más.
De hecho, lo que más alienta nuestra imaginación, lo que más nos inquieta y desasosiega, es precisamente el hecho de que no la vemos, de que puede ser cualquier cosa. Y eso la hace inasible.



Por contra, la secuela que dirigió Ridley Scott en 2001 va a enfrentar ese mismo hecho de una manera completamente distinta.

En esta ocasión veremos a una Clarice Sterling interpretada por la estupenda Julianne Moore que, revisando el expediente de Lecter, se encuentra con una cinta de vídeo donde queda recogido famoso el ataque de Hannibal a la enfermera.

La secuencia apenas si dura 38 segundos, y aunque no se ha podido insertar, la podéis ver pinchando en este enlace.

Son varias las cuestiones que llaman la atención en este caso:
Por un lado, el medio elegido para su difusión.
En "El Silencio de los corderos" era una fotografía (una simple fotografía) mientras que aquí es el vídeo, con una carga icónica todavía mayor.

Y por otro, y más claro aún, está el hecho de que enseguida se muestre lo que en la anterior película se habían preocupado tanto en ocultarlo.
Lo que antes era temor, ahora se queda en asco, lo que antes era verdadero miedo, ahora lo convertirán en repugnancia.

La pantalla del televisor muestra impertérrita el ataque.



Contraplano a las imágenes, vemos a Clarice cómo lo observa.
Aquí podemos apuntar también varias cuestiones.
Por un lado, la similitud con el plano de Jodie Foster observando la fotografía en "El Silencio de los corderos", pero en esa similitud está también las diferencias.
Ausencia de contrapicado, ausencia del rojo (que lo sustituye un frío filtro de color azul) y la propia expresión de Clarice, menos impactada -curiosamente al igual que nosotros- por aquello que está presenciando.


Así pues, la cara ensangrentada de Hannibal tras haber mordido a la enfermera, se presenta en esta ocasión como un -doble- ejemplo de mal gusto.



Dejemos en la medida de lo posible volar la imaginación del espectador en una sala de cine.
Dejemos de enseñarlo todo, de mostrarlo todo, de dar la información narrativa mascada y explícita.
Aquello que no se ve, aquello que no se muestra, siempre será más sugerente.

Y sí, otro día hablamos del erotismo...