Material didáctico y/o de entretenimiento alrededor del cine y la imagen


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sábado, 27 de octubre de 2012

Una historia de violencia: siempre a remolque

Siempre a remolque de lo que no se cuenta. 
Siempre a remolque de lo que no se ve. 
En la narrativa audiovisual nos terminamos encontrando casi siempre que lo que no se nos enseña, que lo que ocurre -porque sabemos que ocurre- pero no vemos -porque de una forma u otra está escondido- cobra más protagonismo, más importancia y mayor peso en la narración que lo evidente, que lo que se muestra sin ambages.
Es jugar con la curiosidad del espectador.
Es hacerle sentir que se está perdiendo algo importante de la narración, que se le está dando una información incompleta, y ya lo tendremos enganchado a la historia.

Son muchas las herramientas que podemos usar para ello, pero los "fuera de campo" son esenciales.
El espectador ve por (a través de) una pequeña ventana llamada encuadre.
Y toda la información está ahí.
Pero lo que rodea a ese encuadre, el espacio físico en el que se circunscribe tiene también su importancia. Y ahí está la insatisfacción perenne del espectador que no puede ver a través de las ventanas, que no puede girar la cámara, que no puede atravesar muros o puertas.
Siempre habrá más de lo que abarcan nuestros ojos.

Mucho de eso hay en el magistral arranque de la película "Una historia de violencia", del director canadiense David Cronemberg.
En un plano secuencia lento y contenido, vamos a contemplar un comienzo de día tranquilo y perezoso tras el que sabemos -por el ritmo, por la música, por las pausas- que algo malsano esconde.

El plano secuencia, probablemente para significarse como tal (tras este arranque entendemos que no va a haber cambio de plano), empieza desde la puerta de una habitación del típico motel de carretera estadounidense, hasta otra puerta, desde la que van a salir dos personajes.




En ese momento la cámara se para (lenta, siempre lentamente) y vemos salir a los dos personajes, uno mayor y bien vestido, otro más joven e informal.




En este punto la cámara va a cambiar su movimiento. En vez de seguir desplazándose, como lo hemos visto hasta ahora, se mueve hacia atrás, en un seguimiento del protagonista joven, que de un modo pausado se dirige hasta el coche.



Vemos cómo el encuadre vuelve a abrirse, apreciamos cómo se incluye de nuevo al personaje más maduro en él, y comprobamos que el encuadre vuelve a quedar fijo por un tiempo considerable.
Será también, en ese momento, cuando aparezca el título de la película.



Tras un breve diálogo, el hombre del traje dice de ir a pagar el motel, mientras que su compañero entra en el coche y lo dirige a la puerta de la recepción.
En cuanto el coche arranca la cámara vuelve a ponerse en movimiento, de nuevo transversalmente, siguiendo al coche en su (otra vez) lento desplazamiento.
De algún modo sentimos que la cámara acompasa el transcurso de los acontecimientos. Acompaña toda la acción y nos permite seguirla a una distancia siempre razonable.






Cuando el coche frena y se para, la cámara lo hace con él.
Este tiempo muerto es clave en la narración.
El hastío del joven es evidente, y la música ahonda en nuestra intranquilidad.
Nada está ocurriendo.
El coche está parado, el otro personaje lo sabemos dentro de la recepción, pero nosotros nos estamos perdiendo todo.
La cámara quieta, el personaje quieto, y la puerta al fondo señalando precisamente lo que no podemos ver, lo que se nos oculta, lo que está vedado a nuestros ojos.
Sabemos que no va a haber un cambio de plano.
Sabemos que la cámara sólo sigue la escena desde un punto prudencial.
Sabemos que ha pasado demasiado tiempo para que no esté pasando algo dentro.
Pero no sabemos qué.




Por fin sale el otro personaje del interior, y su acompañante -en otro gesto indolente, lejano a cualquier emoción- simplemente se cambia de asiento para dejar libre el del conductor.
El hombre que acaba de salir deposita algo en la papelera (otra intranquilidad más -no vemos qué es, no sabemos qué significa-), se quita la chaqueta y se incorpora al coche.



En este instante, tras otra pausa interminable (apenas si hablan entre ellos, desde luego para nada de lo que dentro ha ocurrido), el hombre mayor se da cuenta que no tienen agua y le dice al joven que vaya dentro a rellenar la botella.



Otra vez la cámara se pone en funcionamiento, otra vez siguiendo al joven.
Esta vez se coloca estratégicamente a su espalda, y continúa el seguimiento de sus pasos hacia la puerta.
Ahora mucho más que antes se nos hace patente que algo ha ocurrido tras esa puerta. Esa puerta a la que lento y despreocupado se dirige nuestro protagonista.
Y vamos acompañándolo hasta que en un momento determinado, la cámara se frena.
la cámara se para y, desde esa distancia prudencial tantas veces señalada, observamos cómo el personaje abre la puerta y se introduce en las sombras.





Y será aquí donde -quién sabe si decir por fin- el plano cambia.
Termina el plano secuencia de acompañamiento para situar la cámara dentro de la recepción, casi frente al joven que entra.



De cualquier modo, éste sigue sin cambiar su rostro de tranquilidad y aburrimiento.
Esa falta de expresión, esa apatía, de nuevo junto a la música y con lo que ya sabemos, llena más si cabe de intranquilidad la escena.
Lo vemos parado frente al mostrador de la recepción cuando parece descubrir dónde está el agua y se dirige a por ella.



La cámara vuelve a acompañarle, y en el barrido que se produce, él desaparece del encuadre mostrándonos -por fin y sin ambages- todo el resultado de nuestras sospechas.
Él desaparece de plano y podemos observar las consecuencias de la primera visita.
No solo vemos el resultado, sino que en este preciso instante volvemos a ver lo que no nos ha sido mostrado antes.
Rellenamos las pausas anteriores con todo su crudeza.
La misma que hace que la cámara, con el mismo hastío que anteriormente el joven, nos muestre abierta el resultado de la escena.




jueves, 31 de mayo de 2012

Vanya en la calle 42: Teatro, cine, realidad y ficción

La dicotomía entre realidad y representación está presente desde el nacimiento mismo del arte.
Los llamados niveles de iconicidad o el concepto de verdad son juegos alrededor de esa misma idea.

En el caso del cine, es verdad, mucho se ha trabajado sobre este concepto.
Desde el mismo momento que se proyecta sobre una pantalla (por mucho que ésta funcione también como espejo) lo que estamos viendo es una representación.

Cuando vemos en una película unos personajes que van al cine a ver una película, nos introducimos en el resbaladizo mundo de las representaciones dentro de las representaciones y, así, la película que ven los personajes de nuestra película será para ellos la representación y la reafirmación de una realidad que para nosotros, se muestra como claramente ficcionada.
Qué mejor ejemplo de ese juego que "La Rosa Púrpura del Cairo".

Pero hoy vamos a analizar una escena, precisamente el arranque, de la película "Vanya en la calle 42", dirigida por el maestro francés Louis Malle.
En ella podremos observar cómo unos actores se dirigen a representar una obra de teatro (el Tío Vanya de Chejov que da título a la cinta) y no será hasta entonces que comience la función.

En el arranque de la película vamos a ver a los distintos integrantes de la compañía (actores, director, amigos, etc.) venir andando por la calle -cada uno de su realidad- para encontrarse en el teatro.
A esta primera concatenación de planos se le otorga la mayor naturalidad posible, rodada cámara en mano entre viandantes reales (no extras) para reflejar precisamente esa distinción de realidad, como contrapunto a la representación de la obra de teatro que tendrá lugar después.

















Después de esto apreciamos cómo todos (cada uno venía de su mundo, de su realidad) se encuentran en el vestíbulo del teatro y entran en el imponente espacio del mismo.
















Una vez que nos hemos situado en el escenario, volvemos a los personajes (los actores que interpretarán a los personajes) y comprobamos cómo, todavía por pequeños grupos, continúan con sus conversaciones de lo más triviales y cotidianas, redundando de nuevo en esa realidad mundana.


















En este punto llega el primer juego evidente dentro de la narración, que marcará el paso de un relato a otro.
Vemos un primer plano (un plano tan cerrado no lo habíamos visto hasta ahora) de uno de los actores (¿o es ya un personaje?) con los ojos cerrados.














Esos ojos cerrados nos marcan claramente la frontera entre el mundo cotidiano, esa realidad, y el mundo de los sueños, lo onírico, lo ficcionado.
Para remarcar todavía más esta idea, este personaje se recuesta sobre el banco.

















El movimiento de cámara que ha acompañado el sueño de este personaje continúa, y la cámara sube hasta dos de los actores que, en este momento, siguen con una conversación cotidiana.

















Es posible que la sensación que tengamos sea la de una confusión deliberadamente medida e intencionada.
A través del sueño del anterior personaje, ¿qué vemos ahora?: ¿son actores hablando antes de la representación o son personajes que hablan a través del libreto escrito?
¿No son ambos, actores y personajes, integrantes de la farsa misma de una representación, de la película que estamos viendo?















Un poco más metidos en la conversación de los dos, pronto vamos a descubrir el trampantojo de esta representación.
Lo primero que vemos es un plano general (algo más parecido a un escenario) donde apreciamos a los tres protagonistas de esta parte de la historia.














Uno de ellos va a besar a la mujer mayor, y precisamente será ese beso el que nos despeje definitivamente la incógnita de dónde está la representación y donde la representación de la representación.














Así, este momento es la excusa perfecta para cambiar de plano y aprovechar que los dos personajes ocupan con su espalda casi la totalidad del encuadre.














Y será en el momento en que el hombre recupere su posición, cuando se abrirá el campo, se -nunca mejor dicho- descorrerá el telón pero, en este caso, no tanto para ver a los actores en el escenario (efectivamente, los estábamos viendo ya) sino para ver al público (el director de la compañía y los otros actores), que observa encantado la escena.

















Y es en este momento mágico, donde nosotros -como espectadores- observamos a los espectadores que a su vez observan la representación, donde nos damos cuenta (una vez más y van dos mil doscientas) de que, efectivamente, todo es ficción.
Y que en esa huida de la realidad, nosotros nos vemos reflejados.