Material didáctico y/o de entretenimiento alrededor del cine y la imagen


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martes, 29 de mayo de 2012

Oro en Barras
















Que el salón de tu casa se convierta en una sala de cine no tiene que ver, en la mayoría de las ocasiones, con el tamaño de tu televisor ni con la calidad del sonido.
Vale, sí, a veces ayuda.
Pero si para mí hay una característica que define al cine, es su capacidad de abstracción.
Me gustan las salas de cine porque la sala desaparece.
Cuando la narración te atrapa, el espacio se diluye y la arquitectura se desvanece. Las sillas, tu acompañante, tus problemas o las posibles incomodidades se olvidan, engullidas por la historia proyectada.
Cuando una película te engancha de nada sirve lo que supuestamente sabes de planificación, estructuras narrativas o lenguaje fílmico.
Te metes dentro y ya.
Es magia y punto.

Es posible que esa sensación sea más difícil de conseguir en casa, donde uno está rodeado de factores externos que lo pueden despistar fácilmente y más fácil en una sala de cine, en principio predispuesta para eso. Pero si lo que te cuentan tiene la suficiente fuerza, ya puede sonar el teléfono, ladrar el perro o que te llame tu madre que has convertido tu salón -haciéndolo desaparecer- en una auténtica sala de cine.

Y esa es exactamente la sensación que tengo del visionado que, a mediados de los 90, hice de la película Oro en Barras en casa de mis padres.

En lo que ahora recuerdo como un pequeño televisor de 28'', sintiéndome y sentándome cerca para no perder los subtítulos.
Desapareció el salón, desapareció la casa, desapareció Nerja entera.
El finísimo guión de esta película de la Ealing, la perfecta dirección de Charles Crichton (al que yo ya conocía por "Un pez llamado Wanda"), los tiempos medidos, la narración imparable, las actuaciones de Alec Guinness y Stanley Holloway, ese blanco y negro entrañable, ciudades como Londres, París o Río.
Y la risa.
No recuerdo mucho más allá de la risa.
Con el salón desaparecido y metido hasta la médula en la historia.
El asombro, la incredulidad y ese no parar de sonreír que deben llevar consigo las comedias inteligentes.
Acidez y ternura, giros y requiebros, contundencia y finura.
Es mejor no contar nada y simplemente recomendar que la veáis en perfecta sintonía con una tarde ociosa, con una noche insomne.

Aquella historia -para mí- acabó muy pronto, cerrando su círculo como solo ella sabía hacerlo.
Poco a poco el salón volvió a recobrar sus colores, su entidad corpórea, su espacio antes diluido.
Mi cuerpo se volvió a aposentar en aquellos sillones, pero mi mente seguía volando en aquella película.
Y yo quería más, quería más y quería más, como siempre te pasa cuando desaparece el mundo.

lunes, 21 de marzo de 2011

Andrei Rublev: El cine recreado

Ver una película no se corresponde siempre con un mismo acto.
Ocurre con todo: Comer no siempre es comer, o no al menos comer de la misma forma.

Ni siquiera las sensaciones, lo que uno experimenta al ver una determinada película, sucede de nuevo cuando por cualquier razón decides ver esa película de nuevo.
Porque en definitiva la labor de observación es una labor de construcción, y esta surge y sucede sólo en el momento en que la estamos desarrollando.

Es el sempiterno sentido del arte entendido como proceso de comunicación: El observador crea la obra observada para él, y la crea siempre de manera distinta, cada vez que la observa, en función de factores externos e internos.

Por eso cuando hablo de una película solo puedo hacer referencia a un "cuando yo la vi", pues si mañana decido volver a verla, mi experiencia sobre ella cambiará, más o menos pero cambiará seguro.

Y eso ocurre evidentemente cuando una determinada película la has visto en televisión y no en la gran pantalla de un cine.
Para bien o para mal -normalmente ganará este último- la información que recibes está codificada de manera distinta (un televisor más pequeño) y los factores externos (la luz, el ruido) hacen más difícil la concentración.

Todo esto viene siendo más o menos verdad, hasta que se produce la magia.
La magia del cine, la magia de la creación.
Entonces ya no hay nada que te influya, ya no hay nada que te distraiga, ya no hay mil lecturas posibles.
Cuando una película te engancha y te atrapa ya no habrá manera de que te suelte. Te conviertes en un pelele en sus manos. Y no hay ruido, ni mando, ni doblaje, ni anuncios que valgan.
Ni un televisor de 14 pulgadas en blanco y negro se convierte en tu enemigo.

Es cierto que en el momento actual podemos ver el cine en casa, en nuestro salón, con una calidad de imagen y sonido más que aceptable.
Pero resulta curioso pensar en la cantidad de cine que he podido ver en condiciones realmente paupérrimas, y en la de veces que la calidad de las imágenes, de la historia, de la narración, se ha impuesto a las de mi televisor o mi pequeño portátil.
Y no es magia sino fuerza.

Mucho de eso, ahora que echo la vista atrás, ocurrió en el primer visionado que hice de la película "Andrei Rublev" del director ruso Andrei Tarkovski.


Mitad de los años noventa.
Las únicas posibilidades reales entonces de ver una película como ésta eran o bien una filmoteca, o bien la televisión.
Y mi primer encuentro con ella fue en la caja tonta.

Igual no hay que decirlo, pero se programó en La 2 y -parafraseando a Les Luthiers- en su horario habitual de las dos de la madrugada.
Probablemente no sea el mejor momento para ponerte a ver una película de 180 minutos, pero ya digo que en aquel momento no había elección.
Y, si tuviera que usar un calificativo para definir aquel visionado, no podría ser otro que el de una experiencia.

Porque ver una película de Tarkovski se convierte siempre en un acto exigente. El observador tiene que poner -y poner mucho- de su parte para entrar en ese universo.
Pero, en contrapartida, si entras -si consigues entrar- las satisfacciones son mucho mayores.


Las tres horas que estuve frente a la pequeña pantalla de nuestro televisor -en un piso alquilado de Madrid- aquella madrugada de invierno, fueron de las más extrañas, satisfactorias y exigentes que recuerdo.

Recuerdo ir entrando poco a poco en el lento ritmo de una historia que saltaba de lugares y personajes, que se diluía para mostrar el crisol de una sociedad clasista e injusta.
Recuerdo también cómo me estaba quedando dormido, recuerdo luchar contra los párpados que caían, imbuidos del cansancio de la semana y del propio ritmo de la historia.
Pero sobre todo recuerdo sobreponerme a todo eso.
Sobreponerme yo o que la película me sobrepusiese.

Recuerdo vívidamente desvelarme por completo, entrar en el enigmático mundo de ese pintor en la Rusia del siglo XV, recuerdo recuperar todo el resuello y la fuerza para enfrentarme al tramo final, a la construcción metafórica de esa campana que los arrastra y los engulle.
Y recuerdo que se acabó, bien entrada la madrugada de aquel extraño fin de semana, y que mis ojos estaban ávidos de historia y contemplación.


Nunca me he quedado dormido en un cine.
Curioso.
El estado de concentración y de aislamiento que ofrece una gran sala a oscuras, con todo el público y sus sinergias enfocando lo mismo que tú quizá lo terminó evitando siempre.
Frente a la televisión no es tan fácil, y alguna vez me he rendido al sueño.

Pero cuando una película te saca del precipicio, cuando te levanta de tus propias limitaciones y te lleva donde ella quiere, es que su conexión contigo en ese momento transciende más allá de todo lo controlable.
Y eso la hace, efectivamente, intangible.

Por eso hay películas -o visionados de determinadas películas- que se imponen a todos los contextos y los engullen y los fagocitan con una facilidad que hasta da miedo.
Y entonces hablamos de cine con mayúsculas, sea como sea lo que le rodee.

Andrei Rublev habita ahora en un rincón de mi videoteca.
No sé qué experiencias me proporcionará la próxima vez que me enfrente a ella, y no lo sabré hasta que eso no ocurra.
Pero con el precedente anterior, desde luego, las ganas son muchas.

Y la miraré desnudo, y me dejaré querer...

domingo, 31 de octubre de 2010

El Último Tango en París: la afección inevitable



Vi "El último tango en París" en mi casa de Granada, una tarde de finales de los ochenta, en una pantalla de televisor de catorce pulgadas.
Nunca más la he vuelto a ver.
Y creo que aún hoy me dura su huella en mi rostro.
Una huella terrible, dura y deprimente.

No sabía apenas nada de aquella cinta.
Era una época entonces en que habitaban en mí unas ganas locas de conocer y empaparme de mil cosas distintas, pero mi ingenuidad, mi juventud y mi torpeza hacían que todavía fuese mucho el camino que había de recorrer.
Así que apenas sabía nada de Bernardo Bertolucci, su director, quizá un poco más pero no lo suficiente de Marlon Brando, su actor principal, y lo único que sí me había llegado, inevitablemente, era su fama de provocadora, impúdica y salvaje en el tratamiento del sexo.
Pero nada más.

Y con esos ojos me enfrenté a la primera emisión que hizo televisión española de aquella cinta.
Y con esos ojos me fui metiendo en esa historia de desolación y autodestrucción que inundaba y traspasaba la pequeña pantalla de aquel televisor.
Y con esos ojos me asombraba ante las reacciones viscerales, extremas, malsanas y contradictorias de aquella historia, de aquellos personajes, que estaban muy muy lejos de lo que yo había podido vivir, de lo que yo había podido sentir hasta entonces.

Pero pese a todo la historia me capturó, me subyugó, me hipnotizó y me atrapó irremediablemente.
Y la espiral de dolor, maltrato y desamor consiguió tocarme en lo más hondo.
Me desarmó.

Recuerdo perfectamente como estuve en una especie de estado de shock los tres días siguientes al visionado de aquella película.
Ya digo que a día de hoy me reconozco todavía afectado por esa historia pese a no haberla vuelto a ver, pero es que en aquellos tres días no conseguí por mucho que lo intentase sacarme sus escenas de la cabeza.
Triste, deprimido, noqueado, ausente.
Y aunque consiguiese reponerme, aquella huella extraña (de lo desconocido, de lo no reconocido, de lo lejano, de lo imposible) permanecería grabada en mi retina.

Y recuerdo a Marlon Brando. Su interpretación majestuosa (¡y eso que la vi doblada al castellano!), inconmensurable y rotunda. Su monólogo ante la esposa fallecida, sus gritos bajo el metro, esa pose decadente y frágil de la destrucción inevitable.
Su soberbia.
Su dolor expandido, su mirada triste, sus miserias expuestas.
Y recuerdo a María Schneider. Su vitalismo, su inconsciencia, su atracción por el lado oscuro, su ingenuidad y su fascinación que es la nuestra frente a la crueldad y a la bestia que lo expele.
Su superficialidad, su estupidez.

Y recuerdo el mundo derruido a su alrededor.
Y recuerdo el mundo derruido a mi alrededor.

Quizá por eso siento de una manera muy clara que fueron momentos así los que hicieron que me enamorase irremediablemente de esta cosa que llamamos cine.
Porque con mi desconocimiento, mi ingenuidad y mis ganas de aprender se presentó ante mí -el cine- como un inabarcable catálogo de sensaciones.
Contradictorias y plenas. Hermosas y desagradables. Que me entretenían o me hacían pensar.
Que me afectaban.

Y así, después de tres días hundido, lo tenía claro.
Quería más...



sábado, 5 de junio de 2010

El Cazador: Esperando todavía un final alternativo



Dos de la madrugada de un fin de semana cualquiera.
Solo en Nerja, en casa de mis padres. No recuerdo el año.
Lo único que recuerdo es el final.
Lo único que aún hoy retumba en mi cabeza y sigo recordando es el final, el amargo final...

Y resulta además curioso (porque creo que es en la única película que me pasa) que cuando la he vuelto a ver -dos, quizá tres veces más- siempre que llega el final guardo la leve e ingenua esperanza de que aquello cambie, de que la historia termine de forma distinta, en aquel sótano infecto lleno de gente, que no, que se arrepienta, que no lo haga...
Guardo la íntima esperanza de que una película rodada y montada en 1978 renazca de su acetato e ilumine con fotogramas nuevos un final alternativo.
Pero no ocurre.
Y el desasosiego es siempre el mismo.

Hablo, claro, de "El cazador" (The Deer Hunter) de Michael Cimino.
Y de cómo aquella noche me despertaba y conmovía en cada escena de la película hasta llegar a ese descorazonador final, plagado de determinismo y amargura.

La noche ha sido siempre un magnífico terreno para ver cine en casa, aunque bien es cierto que con el peligro añadido (según la cinta y las horas) de que los párpados se cierren en contra de la voluntad de uno.
No fue el caso, desde luego, con una película como esta.
Incredulidad, risas, identificación, angustia, llanto, desesperanza o enfado: cuando las emociones se viven a flor de piel te mantienen pegado a la butaca/sofá y ya nada importa.

Y no es solo el final.
La película se convierte en un retrato certero de la amistad, del desencanto de una sociedad frente a lo que no comprende, de la huella brutal que la guerra deja en los combatientes, de la pérdida, de los reencuentros, del límite de lo soportable, de lo que dejamos atrás...

Estructurada claramente en tres partes, sus 183 minutos se reparten entre la presentación de los personajes, la cruenta guerra de Vietnam y la huella que esta deja en los amigos que en ella participan.
Intensa, conmovedora, profunda, triste y densa.
"El cazador" se convierte en una epopeya que disecciona de un modo directo y nada complaciente a la sociedad americana.

Muchas cosas, sí, en aquella película, pero para mí, en el salón de casa, se reducía a una película de personajes, a la película de Michael y Nick, de su espanto, de su mirar a la muerte a la cara, de su sufrimiento infinito.
Una película de personajes que los haces tuyos (un poco de éste, otro poco de aquel, algo quizá del otro) para que te acompañen en tus horas, para que los acompañes en su odisea.
En el salón de casa puedes ver sus ojos tristes, y sufrir con ellos.

Evidentemente la película acabó, y yo no pude dormir.
Había que subir a la azotea, respirar el aire con olor a dama de noche, sentir el poco fresco de la brisa veraniega y darle a la realidad un paso, un cruce, un puente lento.
Volver al mundo real tras un shock de ese calibre no era fácil.
Y si no hay bolsillos donde meter las manos, al menos que en el cielo alguna estrella permita volar a tus pensamientos mientras tu cuerpo vuelve.

Y la realidad tardó en llegar.
Cada vez que cerraba los ojos allí estaban Michael y Nick, enfrentados a su destino...



miércoles, 5 de mayo de 2010

La Reina Kelly: El cine en televisión también existe

En "Bombero es mi pasión", el blog que consume casi todo mi tiempo, creé una entrada llamada "películas de cine" donde vengo a contar, a mi modo, las experiencias que he tenido al ver determinadas películas en ese espacio físico tan sugerente y enigmático que es una sala de cine.
Era una excusa para hablar de cine, qué duda cabe, pero también de las sensaciones, la liturgia y los rituales que rodean al disfrute de una proyección.

Lo único que puedo lamentar en todo caso, con respecto a esta entrada, es que se me queda corta, pues han sido muchísimas y muy variadas las películas que solo he podido ver por televisión, y éstas se escapaban del espíritu de dicha etiqueta.

Así que nada mejor que este segundo blog para dar cabida a toda esa variedad de historias que tuve la suerte de disfrutar en la llamada pequeña pantalla.

Y si tenía que empezar por alguna, lo tenía muy claro...


Haciendo memoria no es difícil imaginar que fue el año 1988.
Granada, la casa de la calle Rector García Duarte, y una pantalla de televisión de apenas 14 pulgadas.
Y todo por descubrir.
Era la de entonces una televisión (en cuanto a programación estoy hablando) muy distinta a la de ahora.
No es la nostalgia la que arranca mis palabras.
Era la época de Pilar Miró y la de una brillante selección de películas a emitir: Checas, mudas o de Roger Corman. No había problema.
Verdad era que los horarios de emisión no estaban en lo que ahora se conoce como prime time, ni falta que hacía.
Filmoteca TV emitía monográficos con toda la producción cinematográfica de directores como Alfred Hitchcock, Tarkovski o Lang.
Y uno, como una esponja, absorbiendo todo lo que podía.

Desde mis primeros recuerdos de los cortos de Charlot, siempre tuve una especial predilección por el cine mudo, tanto el cómico como el dramático, indistintamente.
Pero tengo que reconocer que hubo un antes y un después tras tragarme una a una la mayoría de películas de Erich Von Stroheim.
Allí había una conexión.
Recuerdo igualmente el extraño horario de emisión que tenía su ciclo: las ocho de la mañana de los sábados.
Era Granada, la vida de estudiante y los tiempos de salir, pero eso no me impedía faltar a mi cita semanal televisiva con el bueno de Stroheim.
"Esposas frívolas", "Maridos ciegos", "La marcha nupcial", la famosísima "Avaricia", todas fueron disfrutadas entre el cansancio, las legañas y el té.
El romanticismo exacerbado, la decadencia de la aristocracia, los amores imposibles, el engaño y la mentira... Todo estaba presente y me arrastraba irremediablemente a su mundo de honor y amor prolongado en el tiempo.

Pero si alguna recuerdo especialmente, esa fue "La Reina Kelly".
Curioso como en posteriores visionados nunca, nunca llegué a sentir lo que aquella mañana de sábado, solo en casa frente a una pantalla de 14''.

Y una de las cuestiones a las que fue imposible escapar era la salvaje e indómita belleza de Gloria Swanson.




En este melodrama se nos cuenta la historia de Kitty Kelly, que es raptada del convento donde vive por un príncipe, que la lleva a su palacio. Tras ser descubiertos por la reina, Kitty se ve obligada a viajar a Dar-es-Salaam, donde su tía regenta un burdel...

Para aquellos curiosos os dejo con una pequeña escena de amor entre el príncipe y la novicia interpretada por la Swanson, donde se puede observar y disfrutar del romanticismo y de la puesta en escena de Stroheim.


La historia del rodaje de "La Reina Kelly" es cuando menos curiosa: Gloria Swanson convenció a su amante, un afamado banquero, para que la financiase imponiendo como director a Erich Von Stroheim. Durante el rodaje las relaciones entre ambos se deterioraron. A todo esto se añade que el director disparó los gastos de producción (elevando la duración de la cinta a más de cuatro horas) y todas las suspicacias y censuras que provocó el hecho de que el final de la historia se desarrollara en un burdel africano.
Así las cosas, la película quedó inacabada.

Uno de los momentos que más recuerdo de aquella proyección del 88 fue precisamente el instante en que (con material recuperado y fotografías del rodaje) se nos cuenta la parte de la película que no se terminó.
Ese "lo que pudo haber sido y no fue" causó en mí una impresión brutal, potenciando en mi imaginación toda una película en realidad inexistente.

Os dejo con una pequeño trozo de esa parte, justo cuando Kelly viaja a Dar-es-Salaam.


Al final de la historia, la tía de Kelly muere, heredando ella el burdel y convirtiéndose en Madam, justo cuando el príncipe, que no la ha olvidado, viaja a África para buscarla...

Tampoco he podido yo olvidar esta joya inacabada del cine mudo, donde se haya presente la megalomanía de un director con una fortísima personalidad, los egos de la mayor estrella del momento y una historia de amores imposibles que los absorberá irremediablemente a los dos.

Por eso es imposible, cuando uno ve "El crepúsculo de los dioses" recordar aquellos tiempos de 1929...