Material didáctico y/o de entretenimiento alrededor del cine y la imagen


domingo, 14 de septiembre de 2014

Marina Abramovic: La artista está presente. (Sobre la coherencia o lo bien hecho)

Al final todo es una cuestión de elección.
No resulta tan importante lo que está bien o mal hecho (cuestión más bien subjetiva) sino aquello que tiene coherencia, que pertenece a un discurso claro, que tiene una intencionalidad bien marcada.

Muchas veces digo que el lenguaje narrativo (como tantos otros lenguajes) es como una gran caja de herramientas. Todas valen, sí, pero cada una para una cosa distinta. Y si coges una u otra, si eliges esta o aquella tiene que ser por una razón. Tiene que ser con una intención. No es lo mismo sacar un tornillo que clavar un clavo.
Nadie dice que sea fácil, pero el resultado final dependerá en gran medida de esas decisiones.

Una sensación de falta de acierto (evidentemente subjetiva) la tuve viendo el impecable documental "Marina Abramovic: La artista está presente" sobre la retrospectiva que hubo en el MOMA de la artista serbia.
Y es que es eso: era demasiado impecable.
Lleno de artificios, juegos, montaje, sonidos y cambios que -a mi entender- no iban con el "espíritu" de esa obra.

El comienzo del documental era, en este sentido, toda una declaración de principios:
En una pieza pensada para ser ejecutada en el mismo MOMA -y gran reclamo de la exposición- Abramovic estuvo más de 700 horas sentada inmóvil frente a una mesa y una silla vacía, donde los espectadores eran invitados a sentarse frente a ella, para mirarse, para compartir, para conectar.
En eso consistía la pieza.
Otra cosa distinta es cómo nos la cuenta el documental.

En ese arranque vemos a Marina Abramovic en primer plano (más cerca, en realidad, de cómo la veríamos si estuviésemos frente a ella) con la cabeza agachada y los ojos cerrados.
Con lentitud e intensidad, sube la cabeza, abre los ojos y (nos) mira.




Y aquí viene, para mí, la falta de coherencia.
Sin apenas darnos tiempo a reposar nuestra mirada en los ojos de Marina, empiezan una sucesión de planos, de rostros, de miradas, de ángulos de la escena.
Pero mi cuerpo de espectador quería que ese plano de la artista mirándome se hubiera mantenido. Treinta segundos, un minuto, ¿por qué no tres, o cinco? Quiero sentir esa intensidad, y para sentirla necesito tiempo, necesito un plano mantenido, necesito que me fuercen, que busquen mi límite, que me obliguen.

La opción elegida, en cambio, es completamente distinta. Todo es dinámico, incluso emocionante (vemos rostros perplejos, concentrados) respiramos el ambiente que podía haber en la sala, pero perdemos la intensidad de la pieza, el valor de enfrentarnos a la mirada de la artista.






De hecho, tras ese bombardeo de planos distintos volvemos al mismo plano de ella, pero no para que nos mire a nosotros, sino para cortar rápido y comprobar la reacción final de la pieza, para mostrarnos las lágrimas en primerísimo primer plano de la espectadora que en realidad estaba frente a ella.
Muy eficaz, demasiado tramposo.


El documental entero está lleno de estos artificios. Insisto: le aportan dinamismo y viveza, pero le resta coherencia.

Otro ejemplo claro tiene que ver con el (famosísimo por cómo se movió en las redes) encuentro que se produjo -23 años después- entre Ulay, que había sido su pareja artística y sentimental, y Marina Abramovic, en esa misma pieza, en ese mismo espacio.


 La realización de esta parte del documental no empieza mal.
Vemos a una serie de espectadores que se sientan frente a Marina Abramovic previa a la aparición -intensa, emocionante, tremenda como no podía ser de otra manera- de Ulay.

 Pero llega el minuto 1:39, y, justo en el momento que Marina sube la cabeza y abre los ojos, justo en el momento en que Ulay la mira, ahí están: el piano, los violines, la banda sonora.

Ahora sí se lo voy a decir, señores Matthew Akers y Jeff Dupre: no era necesario.
Han pasado veintitrés años sin verse, tienen tanta presencia en sus cuerpos, tanta intensidad en sus ojos que un piano tratando de sacarme las lágrimas me molesta.
Me hubiese gustado verlos en silencio. Con el sonido ambiente de la sala y poco más.
Porque un poco de coherencia, a veces, no está de más.

domingo, 7 de septiembre de 2014

Lawrence de Arabia: el montaje más bonito del mundo

Probablemente haya que hacerlo más: reivindiquemos la mentira.
Si no os gusta la palabra disfrazadla de polisemia y llamadla engaño o ilusión, pero reconozcamos que sin la mentira todo sería, cuando menos, mucho más aburrido.

Y qué decir del cine. Ese lugar a oscuras donde uno se entrega tan abiertamente a que le mientan. Qué sería del cine sin la mentira.
No hablo, supongo que se entiende bien, de la mentira dentro de una historia concreta que nos puedan contar, sino de que el cine, en sí, es una gran, una fabulosa, una magnífica mentira.
Un lenguaje narrativo construido para engañar, sustentado en parcelaciones espacio temporales a las que -quién sabe por qué- le damos coherencia y unidad incluso más allá de lo que se nos presenta.
Una mentira tan bonita y tan bien envuelta en la que poder zambullirse que cómo decir que no, que cómo no abrirse de brazos y lanzarse a la piscina.

Dentro de las muchas artimañas que esa mentira usa para obnubilar nuestras almas, el montaje es piedra angular. Un plano desde aquí, una angulación desde allá. Cortes, fundidos, encadenados y la continuidad inventada/construida. Ya está. Engañados vivos. Entregados vivos.

Pero, claro está, hay montajes y montajes. Y hace poco volvió a mi memoria una película en general, un director en concreto y un montaje en particular.
Sí. Lawrence de Arabia, dirigida por mi admirado David Lean en 1962, y el montaje donde se une el comienzo de la aventura del teniente Lawrence que le llevará del El Cairo al desierto.

En el despacho de Mr. Dryden (interpretado por Claude Rains), el teniente Lawrence se encuentra ansioso por iniciar su aventura. En un momento determinado, con una cerilla, le enciende un cigarro a Dryden. La cerilla sigue encendida.




Y entonces sucede la magia. La ilusión, la mentira, el montaje. La unión perfecta, la continuidad imposible, ese delicado juego de manos (solo hay que fijarse en la manga del personaje que interpreta Peter O'Toole) ejecutado frente a nuestros propios ojos.

Cambiamos a un plano más cerrado y vemos a Lawrence de perfil mirando la cerilla. Él no lo sabe (¿o quizá sí?) pero está viendo algo que se consume, que se extingue, que se acaba. Poco a poco. Inevitablemente.


Y entonces sonríe.
Porque se da cuenta. Porque está en su mano. Porque no queda otra.
Es la sonrisa del comienzo, la sonrisa de la aventura, la sonrisa de lo que está por venir, la sonrisa de quien cree tener su futuro -y no el pasado- entre sus dedos.


Y ahora sí.
Ahora sopla.
El soplido, ya lo he dicho antes, es un final y un comienzo, un dejar atrás y mirar hacia adelante, pero a ese soplido le hace falta algo y el siguiente plano nos lo muestra.


Sin más. Para qué más si no hace falta más.
Justo antes de apagarse la cerilla, el maestro Lean nos corta a un plano del amanecer en el desierto, el destino de Lawrence.
Dos fuegos que se unen, uno apagado y otro que nace. Dos espacios que se engarzan, dos tiempos que conectan.
No es magia. Es un paso más allá.


El amanecer se nos muestra lento, pero...¿quién tiene prisa a estas alturas?

Y lo suyo es verlo en continuidad, claro, aunque para que la mentira funcione y funcione de verdad el mejor lugar no es la pantalla de un ordenador, sino esa sala oscura donde uno encuentra y pierde sus sueños.