Material didáctico y/o de entretenimiento alrededor del cine y la imagen


domingo, 21 de junio de 2015

Harold y Maude: en un abrir y cerrar de puertas

Las elipsis, esa -invariable, necesaria, recurrida y casi inevitable (cinematográficamente hablando)- manera de acortar del tiempo, se suele presentar de una manera tan sencilla y elegante como la propia película que estamos viendo.
A veces tan sutil que incluso pasa desapercibida.
Son casos donde no saltamos de siglo en siglo, como aquel lanzamiento de "2001, Odisea del espacio", sino que apenas recortamos un trayecto, acercamos dos caminos, dos lugares, dos escenas.

Es el caso que me viene ahora a la memoria, en esa delicia hecha película que se llama "Harol y Maude", y que bajo esa apariencia amable guarda (para nosotros y para la sociedad) una carga de profundidad más que considerable.

La escena no puede ser más sencilla (lo cual no la hace menos interesante ni funcionar mejor).

Nos ponemos en contexto:
Harold, un adolescente fascinado con la muerte, conoce a Maude, una septuagenaria en un funeral.
En una rocambolesca especie de huida, Maude acaba conduciendo el vehículo de Harold, que para más señas es un coche fúnebre.
En el momento en que paran el coche, Harold le pide conducir él para llevarla a casa.
Y la transición comienza:

PLANO 1
(esta acción transcurre sobre el minuto 25 de película):

Vemos el coche parado. Harold y Maude han estado hablando y, aunque es Maude la que conduce, como el coche es de Harold es éste quien quiere llevarlo.


PLANO 1 (cont.):
Vemos cómo se abre la puerta y sale Harold del asiento del copiloto.



PLANO 1 (cont.):
Vemos como Harold da todo el giro por la parte de atrás del coche para llegar a la puerta del piloto (en este caso la de Maude).
Como hemos dicho lo único que se plantea es que sea Harold quien conduzca, por lo que -de una manera elegante- él se dirige a abrir la puerta a Maude e intercambiar los asientos.

En un último momento, vemos como acerca la mano al pomo de la puerta y la empieza a abrir para que salga Maude.




PLANO 2:
Y aquí cambia el plano, y comienza la magia, y nos comemos el tiempo.

Efectivamente hemos visto cómo Harold se dirigía a abrir la puerta a Maude, giraba la manivela y empezaba el gesto.

En ese momento el plano cambia y vemos cómo (realmente) Harold abre la puerta y cómo (realmente) Maude sale. Solo que la puerta que abre es la del copiloto, y Maude sale del coche estando ya en otro lugar, concretamente enfrente de su casa.

Hemos, tras una acción en continuidad (una puerta que se abre) conectado dos momentos y dos espacios, y en esa conexión aportamos una elipsis (Maude sale del asiento del piloto, se monta en el del copiloto, Harold se sube en el del piloto, abandona las afueras del cementerio y conduce hasta casa de Maude) de una narración que no necesitábamos para nada.



Así, de un modo más que sencillo hemos pasado, en un abrir y cerrar de puertas, de un lugar a otro en la más absoluta continuidad de planos.
Cosas del cine y su sempiterna e inacabable magia.


sábado, 6 de junio de 2015

A la publicidad, pero con elegancia

Leía no hace mucho la que se había formado cuando La Sexta, que emite la primera temporada de True Detective, cortó el famosísimo plano secuencia del capítulo cuarto por la mitad para ir a publicidad. Sin respeto. Sin miramientos. Cortar un plano concebido como puro artificio pero a la vez como una unidad en sí mismo, a fin de satisfacer los mandamientos de don dinero. Y con ello, a todas luces, cagarla.
En este artículo desarrollan algo más la noticia.

Inmediatamente se me vinieron a la cabeza dos ejemplos de series de televisión (seguro que hay más) donde dan paso a la publicidad desde el propio pulso narrativo de la historia que estamos viendo.
Efectivamente, sobre todo en Estados Unidos, las series se hacen sabiendo el minutaje exacto de las pausas publicitarias, por lo que adecuar la narración a ellas es, más que posible, común y necesario. Aunque en estos casos la particularidad es que no tiene que ver tanto con el ritmo sino con la propia historia, y es esta -y sus personajes- la que nos llevan hasta la publicidad.
Dejando atrás la serie "24", que tanto control del tiempo ejercía, los dos casos de los que hablaba eran de "The Good Wife" y "The Simpson".
Pasemos a analizarlos:

THE GOOD WIFE
Temporada 6, Episodio 16


En el primer plano de la escena, vemos la pantalla del televisor, donde se ve la cuenta atrás para terminar las votaciones a las que se presenta la protagonista, Alicia Florrick.


En el segundo plano observamos a la propia Alicia en el salón de su casa, con dos de sus colaboradores en la campaña. La chica pregunta si lo van a decir justo ahora.



Efectivamente, el presentador de las noticias se apresta a ofrecer esos resultados que estamos esperando.


Los tres espectadores (que de algún modo somos nosotros mismos) se aprestan al momento más esperado.


Y, efectivamente, tendremos que esperar. Aquí el juego es que no solo son ellos (Alicia y sus colaboradores) los que tienen que esperar porque el programa de televisión que están viendo se va a la publicidad, sino que nosotros, espectadores de la serie de televisión, tendremos que esperar igualmente ese instante porque es la propia serie la que hace una pausa.


Observamos la desilusión de los protagonistas por el hecho de la dilación, y la pantalla funde a negro para dar paso, en la vida y en la serie, a la publicidad.



THE SIMPSON
Temporada 20, Episodio 02 (Lost Verizon)

En este otro ejemplo, Bart Simpson, que ha estado trabajando recogiendo pelotas en un campo de golf para poder hacerse con un móvil pero ha fracasado, recoge del suelo un aparato que acaba de tirar el actor Denis Leary.
Aparte de sorprenderse y alegrarse por el hecho en sí, lo primero que dice cuando lo tiene es: "Anda, y se pueden ver anuncios" mientras acerca el móvil a la pantalla, que se vuelve a negro para precisamente dar paso a los anuncios correspondientes.





Ese negro y ese paso a publicidad que solo podremos entender en su totalidad si vemos la serie en Estados Unidos, porque en España los cortes publicitarios no respetan esta estructura, y si hemos tenido el imperdonable vicio de habernos bajado el capítulo de internet -qué decir- todavía menos.


viernes, 22 de mayo de 2015

Denis Villeneuve: con una palabra basta


¿Coincidencia?
¿Casualidad?
No lo creo.

O sí, quién lo sabe.
El caso es que la filmografía de Denis Villeneuve, director de cine canadiense nacido en 1967, está compuesta de seis largometrajes.
Hasta ahí bien.
La cosa se complica (o se simplifica, según se vea) si analizamos los títulos de sus cintas:

Maelström (2000)
Polytechnique (2009)
Incencies (2010)
Prisioners (2013)
Enemy (2013)
Sicario (2015)

Sí. Efectivamente. Todas las películas compuestas por una única palabra.
¿Coincidencia? ¿Casualidad? Sería cuestión de preguntarle.

Caí en la cuenta el otro día, en el estreno de su última película, esta misma semana en Cannes, aunque algo había cruzado por mi mente viendo casi de seguido Incendies, Prisioners y Enemy.
Hasta le perdonaría que tenga una primera película ("Un 32 août sur terre") que no se ajuste al canon si se hubiera autoimpuesto esta regla y la cumpliese a lo largo y ancho de su trayectoria.
Como leo igualmente que ha recibido el encargo de dirigir la segunda parte de Blade Runner (¿dónde te metes, Denis?) sin título todavía, yo me arriesgo y le recomiendo uno: "Dos".

En cualquier caso, los juegos con las palabras, con las letras, con los números -los juegos en general- me pueden.
Como cuando me di cuenta que David Mamet (con cinco letras en su nombre y cinco en su apellido) había dirigido una primera película "House Games" con cinco letras en su primer y segundo nombre, y que su segunda película, "Things Change" tenía seis y seis. Sí, y "cinco" que, además, es el único número en castellano con el mismo número de letras que cifras indica.

Por eso y por mucho más, Denis, te animo a que sigas con el juego.
A veces, con una palabra basta, así que dime "sí".

domingo, 3 de mayo de 2015

La vida de Adèle: al revés para que me entiendas


Meses después -y qué importa- retomo este blog que, aunque a su ritmo, de momento ha decidido quedarse conmigo.
Y lo hacemos al revés, para que no me entienda ni yo.

Hablamos de ritmo. De montaje. Algo tan poco mesurable, tan de instinto, de sensibilidad. Tan del momento, de la historia concreta, de la acción determinada.
Pero será en ese ritmo -en ese engarce de un plano con el anterior, con el siguiente- donde resida gran parte del acierto (al menos narrativo) de la historia.

Por eso me atrae tanto encontrarme casos que se salen de lo común para adaptarse a lo que se quiere contar.
Y que se note, y que funcione.
Normalmente, la cadencia de encuadres va de más abierto a más cerrado, de mayor duración a menos. Esto permite, entre otras muchas cosas, determinar primero dónde está la acción para centrarnos después en la acción en sí, y en sus efectos dramáticos.
Esta manera de proceder hace que tengamos primero unos planos de situación seguidos de otros de expresión. Y, por mucho que apenas nos demos cuenta, estamos acostumbrados a esta manera de mostrar las escenas, la secuencias.

Pero traemos hoy a este blog un caso -uno de tantos- donde esto no es así.
"La vida de Adèle" del director Abdellatif Kechiche, es una película del 2013 basada en el cómic "El azul es un color cálido".

La acción que se nos cuenta en esta ocasión es el punto y final de una pareja. Cómo la chica toma la determinación y se lo hace saber al chico. Una historia mil veces contada, mil veces conocida, pero con la sutileza que da el no usar la palabra, y ese engarce de planos de mayor a menor.

Podremos dividir la narración en dos pequeñas escenas.
En esta primera (que yo llamaré "de introducción" o "prólogo") veremos a Adèle, la protagonista, en tres planos sin diálogo alguno.

PLANO 1:
La vemos fumando. Seria, parece que decidida.


PLANO 2:
La observamos de espaldas. Con todo el mundo a su alcance. No sabemos dónde posa su mirada, no sabemos qué cruza por su cabeza, pero sentimos, a través de este punto de vista, que puede estar pensando en el futuro, en lo que le queda por vivir.


PLANO 3 (y continuación):
Termina el cigarro y se va. Seguimos sin saber -no se nos ha dicho- en qué pensaba ni qué decisiones ha podido tomar, pero estos tres planos sirven de magnífico preámbulo de la escena siguiente, donde se resolverán todas nuestras dudas.



Directamente, por corte, la volvemos a ver pero en esta ocasión acompañada. Es, a mi modo de ver, una escena distinta de la anterior (cambia, además, el escenario) pero unida en tanto que pensamiento-acción, y sus derivadas.

PLANO 1:
Encuadre cerrado. Sin diálogo ninguno. La vemos a ella, rostro serio, acompañada de un chico.


PLANO 2:
Observamos un primer plano del chico. Podemos observar la tristeza en su expresión y cómo, en el encuadre mantenido, se le escapa una lágrima que corre por su rostro.


PLANO 3:
Volvemos a la cara de Adèle, esta vez de frente. Podemos intuir su empatía, su tristeza, pero también su determinación. Una expresión de "no hay más que decir" reafirmada por el silencio que nos acompaña en toda la secuencia.


PLANO 4:
Y aquí se abre el campo.
De los encuadres cerrados pasamos a uno más abierto. Aparece, como yo lo llamaba antes, el plano de situación: están los dos -la pareja- sentados en un banco bajo un árbol.

En un momento determinado, el chico se levanta y se va. Mediante los encuadres cerrados anteriores hemos entendido que le han dejado, que él ha sido el abandonado, y ahora, con toda la inmensidad que nos ofrece el plano general, vemos cómo es él el que sale de campo, el que se va, el que ya no pertenece a la historia.






Efectivamente, la historia, a partir de aquí, será de Adèle.
Y es ese plano abierto el que confronta por un lado su soledad frente al mundo con todas las posibilidades abiertas que están por llegar.
De algún modo, el sol que a contraluz se cuela en el encuadre nos reafirma toda esa vida que queda por llegar (toda esa película que queda por contar).
Es en ese plano abierto donde descansa la narración de lo que queda por venir -las esperanzas, la alegría, las decepciones- en la vida de nuestra protagonista.
Y es en cómo nos lo han contado (de la emoción del encuadre cerrado a la eclosión del abierto) donde navega el espectador que posa sus ojos en esta historia, no por mil veces contada, siempre emocionante y conmovedora.

domingo, 14 de septiembre de 2014

Marina Abramovic: La artista está presente. (Sobre la coherencia o lo bien hecho)

Al final todo es una cuestión de elección.
No resulta tan importante lo que está bien o mal hecho (cuestión más bien subjetiva) sino aquello que tiene coherencia, que pertenece a un discurso claro, que tiene una intencionalidad bien marcada.

Muchas veces digo que el lenguaje narrativo (como tantos otros lenguajes) es como una gran caja de herramientas. Todas valen, sí, pero cada una para una cosa distinta. Y si coges una u otra, si eliges esta o aquella tiene que ser por una razón. Tiene que ser con una intención. No es lo mismo sacar un tornillo que clavar un clavo.
Nadie dice que sea fácil, pero el resultado final dependerá en gran medida de esas decisiones.

Una sensación de falta de acierto (evidentemente subjetiva) la tuve viendo el impecable documental "Marina Abramovic: La artista está presente" sobre la retrospectiva que hubo en el MOMA de la artista serbia.
Y es que es eso: era demasiado impecable.
Lleno de artificios, juegos, montaje, sonidos y cambios que -a mi entender- no iban con el "espíritu" de esa obra.

El comienzo del documental era, en este sentido, toda una declaración de principios:
En una pieza pensada para ser ejecutada en el mismo MOMA -y gran reclamo de la exposición- Abramovic estuvo más de 700 horas sentada inmóvil frente a una mesa y una silla vacía, donde los espectadores eran invitados a sentarse frente a ella, para mirarse, para compartir, para conectar.
En eso consistía la pieza.
Otra cosa distinta es cómo nos la cuenta el documental.

En ese arranque vemos a Marina Abramovic en primer plano (más cerca, en realidad, de cómo la veríamos si estuviésemos frente a ella) con la cabeza agachada y los ojos cerrados.
Con lentitud e intensidad, sube la cabeza, abre los ojos y (nos) mira.




Y aquí viene, para mí, la falta de coherencia.
Sin apenas darnos tiempo a reposar nuestra mirada en los ojos de Marina, empiezan una sucesión de planos, de rostros, de miradas, de ángulos de la escena.
Pero mi cuerpo de espectador quería que ese plano de la artista mirándome se hubiera mantenido. Treinta segundos, un minuto, ¿por qué no tres, o cinco? Quiero sentir esa intensidad, y para sentirla necesito tiempo, necesito un plano mantenido, necesito que me fuercen, que busquen mi límite, que me obliguen.

La opción elegida, en cambio, es completamente distinta. Todo es dinámico, incluso emocionante (vemos rostros perplejos, concentrados) respiramos el ambiente que podía haber en la sala, pero perdemos la intensidad de la pieza, el valor de enfrentarnos a la mirada de la artista.






De hecho, tras ese bombardeo de planos distintos volvemos al mismo plano de ella, pero no para que nos mire a nosotros, sino para cortar rápido y comprobar la reacción final de la pieza, para mostrarnos las lágrimas en primerísimo primer plano de la espectadora que en realidad estaba frente a ella.
Muy eficaz, demasiado tramposo.


El documental entero está lleno de estos artificios. Insisto: le aportan dinamismo y viveza, pero le resta coherencia.

Otro ejemplo claro tiene que ver con el (famosísimo por cómo se movió en las redes) encuentro que se produjo -23 años después- entre Ulay, que había sido su pareja artística y sentimental, y Marina Abramovic, en esa misma pieza, en ese mismo espacio.


 La realización de esta parte del documental no empieza mal.
Vemos a una serie de espectadores que se sientan frente a Marina Abramovic previa a la aparición -intensa, emocionante, tremenda como no podía ser de otra manera- de Ulay.

 Pero llega el minuto 1:39, y, justo en el momento que Marina sube la cabeza y abre los ojos, justo en el momento en que Ulay la mira, ahí están: el piano, los violines, la banda sonora.

Ahora sí se lo voy a decir, señores Matthew Akers y Jeff Dupre: no era necesario.
Han pasado veintitrés años sin verse, tienen tanta presencia en sus cuerpos, tanta intensidad en sus ojos que un piano tratando de sacarme las lágrimas me molesta.
Me hubiese gustado verlos en silencio. Con el sonido ambiente de la sala y poco más.
Porque un poco de coherencia, a veces, no está de más.

domingo, 7 de septiembre de 2014

Lawrence de Arabia: el montaje más bonito del mundo

Probablemente haya que hacerlo más: reivindiquemos la mentira.
Si no os gusta la palabra disfrazadla de polisemia y llamadla engaño o ilusión, pero reconozcamos que sin la mentira todo sería, cuando menos, mucho más aburrido.

Y qué decir del cine. Ese lugar a oscuras donde uno se entrega tan abiertamente a que le mientan. Qué sería del cine sin la mentira.
No hablo, supongo que se entiende bien, de la mentira dentro de una historia concreta que nos puedan contar, sino de que el cine, en sí, es una gran, una fabulosa, una magnífica mentira.
Un lenguaje narrativo construido para engañar, sustentado en parcelaciones espacio temporales a las que -quién sabe por qué- le damos coherencia y unidad incluso más allá de lo que se nos presenta.
Una mentira tan bonita y tan bien envuelta en la que poder zambullirse que cómo decir que no, que cómo no abrirse de brazos y lanzarse a la piscina.

Dentro de las muchas artimañas que esa mentira usa para obnubilar nuestras almas, el montaje es piedra angular. Un plano desde aquí, una angulación desde allá. Cortes, fundidos, encadenados y la continuidad inventada/construida. Ya está. Engañados vivos. Entregados vivos.

Pero, claro está, hay montajes y montajes. Y hace poco volvió a mi memoria una película en general, un director en concreto y un montaje en particular.
Sí. Lawrence de Arabia, dirigida por mi admirado David Lean en 1962, y el montaje donde se une el comienzo de la aventura del teniente Lawrence que le llevará del El Cairo al desierto.

En el despacho de Mr. Dryden (interpretado por Claude Rains), el teniente Lawrence se encuentra ansioso por iniciar su aventura. En un momento determinado, con una cerilla, le enciende un cigarro a Dryden. La cerilla sigue encendida.




Y entonces sucede la magia. La ilusión, la mentira, el montaje. La unión perfecta, la continuidad imposible, ese delicado juego de manos (solo hay que fijarse en la manga del personaje que interpreta Peter O'Toole) ejecutado frente a nuestros propios ojos.

Cambiamos a un plano más cerrado y vemos a Lawrence de perfil mirando la cerilla. Él no lo sabe (¿o quizá sí?) pero está viendo algo que se consume, que se extingue, que se acaba. Poco a poco. Inevitablemente.


Y entonces sonríe.
Porque se da cuenta. Porque está en su mano. Porque no queda otra.
Es la sonrisa del comienzo, la sonrisa de la aventura, la sonrisa de lo que está por venir, la sonrisa de quien cree tener su futuro -y no el pasado- entre sus dedos.


Y ahora sí.
Ahora sopla.
El soplido, ya lo he dicho antes, es un final y un comienzo, un dejar atrás y mirar hacia adelante, pero a ese soplido le hace falta algo y el siguiente plano nos lo muestra.


Sin más. Para qué más si no hace falta más.
Justo antes de apagarse la cerilla, el maestro Lean nos corta a un plano del amanecer en el desierto, el destino de Lawrence.
Dos fuegos que se unen, uno apagado y otro que nace. Dos espacios que se engarzan, dos tiempos que conectan.
No es magia. Es un paso más allá.


El amanecer se nos muestra lento, pero...¿quién tiene prisa a estas alturas?

Y lo suyo es verlo en continuidad, claro, aunque para que la mentira funcione y funcione de verdad el mejor lugar no es la pantalla de un ordenador, sino esa sala oscura donde uno encuentra y pierde sus sueños.