(este análisis corresponde a los capítulos 5 y 8 de la quinta temporada de Mad Men, pero ni hay espoilers ni se les espera si es que habéis visto, claro, la cuarta temporada)
En la eterna disputa -que no es tal- entre el fondo y la forma, entre lo estructurado y lo inescrutable, el audiovisual juega sus propias cartas.
La planificación, el story board, los encuadres, la angulación. Todos elementos pensados para ofrecer al espectador una lectura determinada de la escena.
Todo medible, todo controlable.
Pero luego llega el azar, luego llega la magia, luego llega lo inesperado. Eso que hace que una ecuación con el mejor director, la mejor historia y los mejores técnicos (fotografía, iluminación, música) no dé automáticamente como resultado la mejor película.
El cine, como el arte en general y si acaso un punto más que el resto, es un auténtico misterio.
Y nos gusta por ello.
Paradigma de lo incontrolable son los actores.
Las expresiones, las miradas, todo lo que trasciende de sus rostros.
Imposible de planificar, imposible de cuantificar, de programar.
Hay un maravilloso ejemplo de esto que hablo en el arranque de "Vivir Rodando", esa delicia de Tom DiCilllo, sobre lo injusto de comprobar dónde y cómo surge la magia en el cine.
Y, como digo, en muchos casos será a través de los rostros.
Si en el análisis anterior, también de "Mad Men", hablaba de las puertas como objeto/metáfora, podemos atrevernos a decir que los rostros serán igualmente vehículos, ya no solo para expresar emociones, sino también para guardarlas o esconderlas.
En estos dos casos que ahora traemos, podremos ver además cómo funcionan también como vehículo que nos lleva de un espacio a otro y de un sentimiento a otro (ligando lugar/emoción).
Será, en los dos casos, un mismo rostro el que efectúe esa transición, mediante un lento fundido, y nos haga comprender, inevitablemente, como los espacios (esos sobrios e impolutos espacios de Mad Men) son perfectos conductores de las emociones que unas veces muestran y otras ocultan sus protagonistas.
PRIMER EJEMPLO: El rostro de Peter Campbell.
En el final de la escena, tras una conversación entre Sterling y Campbell (como siempre cínica, como siempre amarga), el primero cruza el escenario para salir de campo, mientras que nos quedamos con la expresión de Peter.
Una vez que Sterling ha desaparecido, el rostro de Peter no tiene la necesidad de guardar las apariencias, no existe razón para mantener la impostura de una risa forzada, o un comentario elogioso y no creído.
De algún modo el rostro se desfonda, y la expresión de vuelve triste y amarga.
Al mismo tiempo que tenemos esa sensación, apreciamos cómo su mirada perdida nos indica que sus pensamientos están más allá, en otro lugar, en otro espacio donde se pueda imaginar feliz, libre, sin ataduras, donde se pudiera mostrar tal y como es sin necesidad de hipocresías.
Y es en ese momento, donde la expresión de Peter nos está transportando a otro lugar, cuando un fundido remarcará esa idea para hacerlo igualmente, pero de un modo físico.
Y se realizará ese fundido sobre el mismo rostro de Campbell, de una manera lenta, como guiados por su propio pensamiento.
Durante todo el proceso, lento y parsimonioso, del fundido de una imagen con otra, vemos en Peter la misma expresión melancólica y triste.
Pero cuando este termina, cuando la transición se completa y nos lleva a ese otro lugar, el rostro del protagonista cambia, se relaja y esboza una sonrisa.
Difícilmente, conociendo al protagonista, podremos estar seguro de hasta qué punto esa sonrisa es o no sentida, pero la transición, el fundido, nos ha llevado junto a sus pensamientos a ese otro lugar, fuera de la oficina, donde parece que en su vida no hay, al menos, tanta amargura.
SEGUNDO EJEMPLO: Don Draper.
Usando en este caso exactamente la misma estrategia, pero al revés.
Vemos a Don, el protagonista de la serie, en su hogar, justo antes de partir hacia el trabajo.
Tiene una conversación relajada con Megan y le vemos -no sin cierto aire inescrutable, propio de su personaje- sonriendo y feliz.
Pero como casi todo en Mad Men, esa conversación aparentemente trivial tiene un fondo artificial, de mentira, de paraíso artificial.
Ese poso amargo que todo lo invade permanece en el aire de la serie, y también en las miradas perdidas con las que en muchas ocasiones terminan los planos, incidiendo en que una cosa es lo que vemos y otra muy distinta lo que hay por debajo.
Así que tras esa conversación, el rostro mantenido y la sonrisa forzada de Don nos van a transportar, nuevamente, a otro lugar.
Ese otro sitio será la sala de pruebas de una de las compañías para las que Don trabaja.
Pasamos, así, igual de lento que en el primer ejemplo, del hogar al trabajo.
Pero si en el primer caso el rostro de Pete nos indicaba que estaba (o quería estar) en otro lugar, en esta ocasión comprobamos como Don (que viene de su casa) en realidad sigue allí, sigue en el final de aquella conversación, sigue con la expresión amarga de quien sabe que tras esa fachada de felicidad de oculta en realidad mucha hipocresía, mucha artificialidad.
Y esa sensación terrible se arrastra hasta el nuevo lugar, hasta el nuevo espacio físico.
Apreciamos también el contrapunto que supone la expresión de Peggy, cuya sonrisa remarca por un lado la no presencia de Don, y también, por qué no decirlo, lo artificial de toda la puesta en escena.
Ha sido el rostro pues el que ha conseguido llevarnos ya no solo de un espacio a otro, sino de una sensación a otra.
De un modo lento, pausado, pero firme y contundente.
Y si detrás de una expresión o una planificación lo que queda es el poso, ya sabemos que en este caso el sedimento que nos deja la serie es denso y espeso como el barro.
Pero sublime y, por qué no decirlo, como sus rostros, también inescrutable.