Material didáctico y/o de entretenimiento alrededor del cine y la imagen


domingo, 13 de octubre de 2013

Bitelchus, Tim Burton y Pesadilla antes de Navidad: las obsesiones ya estaban ahí

Siempre preferí volver a ver las películas que releer un libro.
Supongo que, sobre todo, es culpa del tiempo que inviertes en cada uno de los casos.
Nunca leí un libro más de tres veces (Rayuela no cuenta) pero son bastantes los largometrajes que he visto más de diez.
Y siempre te encuentras ese aroma conocido pero distinto que te atrapa.

Una de las gratas sorpresas que te depara la revisión de películas es poder apreciar detalles, tonterías, anécdotas o información más o menos relevante que en un primer visionado se te hubiera escapado.
Los ojos que miran algo ya visto son inevitablemente distintos.
La mirada y su velocidad, también.

Algo así debí pensar (imagino, pues me ocurrió hace más de diez años, allá por el 2000) cuando vi a Jack Skellington aparecer en lo alto del tiovivo que Beetlejuice porta en una escena encima de su cabeza.

Jack, el protagonista de esa maravillosa película que es "Pesadilla antes de Navidad", estrenó su papel protagonista en 1993, pero entonces éramos pocos (por no decir ninguno) los que lo habíamos visto aparecer cinco años antes en "Beetlejuice", ese encantador desparrame visual protagonizado por Michael Keaton.












Hay algo de incredulidad y alegría en un descubrimiento así.
Te sientes especial, cómplice de un autor tan personal y de su imaginario.
Hay mucho de vanidad, también, en un descubrimiento así.
Sentir que tu ojo escudriña más allá del resto de los mortales, qué se yo.
Pero qué fácil es caer del guindo.
Qué fácil.

Y es que todo descubrimiento tiene también su pequeño lado oscuro: Es difícil sentirte especial en este mundo globalizado, cuando, contento por el hallazgo, tecleas "Jack Skellington Beetlejuice" en el todopoderoso Google y te das cuenta que esta misma historia viene hasta en la Wikipedia.
Sí. En la Wikipedia.
Tu gozo en el pozo de la información por cable.
Y no es que me haya dado cuenta ahora, pero internet, madre mía, es la lupa del mundo.





De cualquier modo siempre es un placer disfrutar, volver a ver, revisitar, y mirar con los ojos de hoy películas que viste hace más de veinte años.
Aparecen las obsesiones. Las de ellos y sobre todo las tuyas.

domingo, 30 de junio de 2013

Mad Men: lágrimas, fragilidad y puertas

El mundo de las imágenes está lleno de polisemias, de connotaciones y significados variados.
De metáforas, iconos, huellas y símbolos.
Se puede aplicar a todo: a la sombra, a los puentes, a un ojo, a los árboles o las camas.
Siempre con una lectura que va más allá de lo que el propio objeto representa.
Es por eso que en un audiovisual no puedes dejar de ver una lámpara, un lápiz, una escalera o un cruce de caminos como "algo más".

Y en esas estás cuando, de repente, sin saber muy bien por qué, descubres la relación directa que tienen determinadas series de televisión con determinados objetos.
A mí me pasa, no puedo evitarlo, al relacionar "Mad Men" con las puertas.
Quizá esto se merezca otra entrada, pero la serie que acaba de terminar su sexta y penúltima temporada es una serie llena de puertas (sí, en todos los sentidos).
Es esta una historia de época, de oficinistas y de vida, de cambios de roles, de lo masculino y lo femenino. Y tiene siempre, omnipresente, la presencia de las puertas como elementos que enlazan, influyen y conectan los espacios, los sentimientos, las historias.

Es muy curiosa la fascinación leve y contenida que desprende esta serie.
Y qué mejor para contener que una puerta, qué mejor para dejar escapar que una puerta, qué mejor para conectar dos mundos y dos espacios que una puerta.
Oficinas, casas, ascensores. Se entra, se sale, se cruza.
Mad Men es una serie de puertas, y para muestra un botón, el de esta escena de cuatro planos.

En el primer doble capítulo de la sexta temporada, Roger Sterling, uno de los socios de la agencia de publicidad, recibe una triste noticia, al inicio del capítulo, que apenas si logra afectarle, que solo saca de él su ya consabido sarcasmo.
El capítulo transcurre y. casi al final, al llegar a la oficina, su secretaria le comunica que el limpiabotas que solía cuidar de sus zapatos ha fallecido.
Una noticia menos traumática que la del principio, está claro.
Por lo visto la última voluntad del limpiabotas es que Roger conservara su caja de limpiar zapatos, y la azafata se la hace llegar.
Y entonces llega la historia, contada como digo en cuatro planos:

PRIMER PLANO:
Cómo no, abriendo una puerta. La que permite a Roger acceder a su despacho. la cierra y se sienta frente a la caja de limpiar zapatos.






SEGUNDO PLANO:
Cerramos en el encuadre. En una planificación bastante clásica, nos centramos en el personaje y ese objeto que ha traído consigo.
Efectivamente, si nos percatamos, la puerta ha desaparecido de este encuadre. Está Roger, y está solo en su despacho.
Vemos cómo se agacha y coge el cepillo.




TERCER PLANO:
Volvemos a cerrar el encuadre hasta un primer plano del protagonista. Nos interesa su reacción, sus sentimientos.
Como ya dijimos, había recibido una noticia traumática al principio del capítulo (que no desvelaremos) y ahora, casi al final, enterado de la muerte del hombre que durante muchos años limpió su calzado, se enfrenta solo a sus recuerdos y se desmorona.
Rompe a llorar y es este plano cercano el que más nos acerca a los verdaderos sentimientos de Sterling, pero no será hasta el plano siguiente que nos percatemos de algo mucho más profundo y mucho más inquietante: su fragilidad.




CUARTO PLANO:
Es este. El último plano de la secuencia.
Roger llorando. sí, pero no en un primerísimo primer plano, como alguno hubiera podido imaginar, para ver su dolor y su desesperación.
Es un plano abierto (el mismo que el 1, retomando el momento en que entró y retomando la puerta).
En este espacio vacío y quieto captamos mejor la fragilidad del personaje. Y lo captamos a través de esa puerta que une y conecta su realidad con la de fuera. Lo captamos a través de esa puerta que de algún modo está a punto de abrirse, cuya importancia en la composición hace que una y separe el dolor solitario de Sterling, convirtiéndolo en un sentimiento de fragilidad absoluta.
Una sola puerta que tiene más presencia que el llanto en sí.
Una sola puerta que más que esconder, acaba siendo testigo de un desmoronamiento.


Toda puerta tiene sus secretos, y Mad Men es, plano a plano, una serie llena de fragilidad y puertas.

miércoles, 22 de mayo de 2013

Notting Hill: no es el cine, hombre, es la vida.

Porque a veces las cosas son así.
Porque a veces pasa un año y parece que fue ayer, a veces pasa un año y han sido en realidad un minuto con cuarenta y ocho segundos.

La noción del tiempo -del paso del mismo- no dejará nunca de ser subjetiva y abstracta, por mucho que los suizos quieran lo contrario.
Y así es, en el cine y en la vida.

El tiempo es más complejo que inexorable, es más inconcreto que mesurable.
Eso el cine lo comprendió enseguida, y la narración lo llevó a ello. Había que contar, y había que contar mucho, por eso no quedaba más remedio que jugar.
Y en el juego está la gracia, en el juego está la reducción, el alargamiento, los flashbacks.
En ese juego podemos contar tres horas en un minuto, veinte mil años en apenas diez segundos o necesitar al menos tres minutos para contar treinta segundos.
En este mundo donde nada es lo que parece, el desarrollo del tiempo en la vida y en el cine no es tan diferente.

Todo es una cuestión de sensación.
Y quién no se ha levantado una mañana de primavera y al mirarse al espejo ha pensado "ya ha pasado un año".
Quién, como Hugh Grant, no ha salido a pasear por Notting Hill y al volver a casa se ha dado cuenta que el tiempo pasa y sin embargo todo sigue casi casi como estaba...


No es difícil sentirse identificado con esta escena.
Eran los futuristas italianos los que mantenían que una foto con las partes móviles de una escena borrosas (aunque no pertenezca a nuestra capacidad de percepción) representaba mejor el movimiento que cualquier imagen fija y nítida, por muy en escorzo o en una posición determinada que estuviese.
Y, desde mi punto de vista, no les falta razón.

Qué mejor manera de expresar ese sentimiento -tan real- de "el tiempo pasa y no me doy cuenta" que un plano secuencia tan artificial como este.

Para arrancar nos encontramos a William Thacker, el personaje que interpreta Hugh Grant, paseando por una especie de mercadillo.
Al principio del paseo vamos a ver, en primer plano, a una mujer con gafas, embarazada, que está mirando unas camisas.


William prosigue su paseo (y la cámara lo acompaña) y se encuentra a su hermana con su pareja, muy bien avenidos y paseando igualmente.


Ahora entramos propiamente en lo que es el paso del tiempo, y qué mejor manera que hacerlo con las estaciones. El tiempo, de repente y sin que parezca que viene a cuento, cambia y empieza a llover.


De la lluvia, si solución de continuidad, pasamos al frío y la nieve.


Y volvemos al verano y a la primavera.
Para enganchar mejor con el paso del tiempo, las dos pinceladas que se nos ofrecieron al principio del plano vuelven, pero obviamente cambiadas. En esta primera, la hermana del protagonista vuelve a aparecer, pero en esta ocasión peleándose con su pareja.



Y justo al final, volvemos a conectar con la embarazada pero comprobamos cómo, algo que podíamos intuir desde el comienzo del plano, ha tenido ya al bebé.




Hugh Grant lo mira con esa expresión que decíamos al principio. Esa expresión de "¿ha pasado ya un año?" que tantas veces y a más de uno nos asalta.

El tiempo, en el cine pasa deprisa, pero a veces parece que en la vida más.

viernes, 26 de abril de 2013

La narración televisiva: una realidad ficcionada


Recuerdo haber tenido esa impresión ya con el atentado de las Torres Gemelas y, no hace demasiado, ha vuelto a mis pensamientos con el ocurrido en la maratón de Boston: cada vez más, la supuesta realidad informativa que consumimos a través de la televisión nos llega ficcionada.

Y no entro en la manipulación (más o menos burda, más o menos evidente) que se refiere al tratamiento de las mismas. En este caso me centro más en la parte formal, en la parte tanto visual como narrativa.

Hemos estado acostumbrados, hasta no hace mucho, a que la imagen informativa, con un carácter más documental, inmediato y supuestamente objetivo, se sirviera en un único plano, más bien abierto y general, que bastaba para cubrir y mostrar determinado acontecimiento.
Ahora, gracias a la multiplicación de cámaras situadas en los eventos, a la irrupción del cámara amateur, podemos conseguir contar un suceso como si de una película se tratara, combinando planos medios con generales, picados, cercanos o contrapicados.
Y, no puedo evitar pensarlo, eso hace (al menos es el efecto que produce en mí) que me aleje, que me separe, que lo viva como una ficción más que como la realidad que supuestamente me venden.
No tengo claro si es simplemente un artificio, o hay una intencionalidad concreta.

Puedo entender que haya distintas cámaras en un partido de fútbol, o en una carrera de 100 metros, y que se nos cuente mediante la alternancia de planos para buscar el dinamismo.
Pero si veo cómo explota una bomba o cómo un avión se estrella (sucesos no previstos previamente por el que captura) mediante una medida planificación que alterna los puntos de vista, los planos y hasta la duración de los mismos en una controlada coreografía no puedo dejar de pensar que, una vez más, eso que me cuentan no tiene que ver conmigo.



P.D.
No hace mucho tuve el desagradable gusto de ver un documental completamente doblado.
Siempre pensé que el conservar el diálogo original incluso en las copias dobladas (con un volumen menor pero siempre presente), cuando se trata de un documental, te agarra más a la realidad de quien te habla. Conectas con alguien que no es un actor y cuya historia debe ser escuchada a través de su propia voz, por mucho que se subtitule o doble.

Creo en definitiva que cuando de esa supuesta "realidad" estamos hablando hay códigos que, por mucho signo de los tiempos que estemos viviendo, no se deben saltar.

Ya bastante nos cuesta creernos las cosas.

jueves, 11 de abril de 2013

Frankenweenie: el triste viaje de la imaginación a la realidad

Uno no se cansa de repetirlo porque, además, es tan fácil de entender que asusta: el perfeccionamiento o el alarde técnico, si no va acompañado de un sentido, carece por completo de valor.
Es tan sencillo dejarse seducir por el artifico como perder el interés por él al poco tiempo.
Si no hay una buena razón para su uso, acaba siendo no ya cansado, sino molesto.

Dicho esto bien es cierto que para algún que otro corazón de esteta, como el de uno, cuando los dos (efecto y razón) caminan de la mano y se aportan en la imagen como un único elemento, potencian ambas su significado, aportando una fuerza nada desdeñable.
Porque además, en el mundo audiovisual, han sido los retos más técnicos o artificiales (léase Hitchcock, Welles) los que -desde la convicción y la supeditación a la historia- han conseguido los logros más atractivos visual y narrativamente.

Algo de esto hay, si se me permite decirlo, en un tono menor pero muy bello, en esta transición que muestra Tim Burton en su película Frankenweenie.

Lo que se nos cuenta, en este caso, es el viaje no solo físico sino también sentimental y anímico de Vincent, el protagonista, en ese recorrido que va de su habitación a la escuela.
Y lo hace con fundidos de escenarios en un continuo movimiento de cámara para dejar claro que esa transición no es solo física.

Empieza la escena con un primer plano que mira a cámara sonriente y expectante. Nos situamos en el cuarto del protagonista, casi a oscuras, y apreciamos el proyector de cine (que emite luz, que cuenta historias, que llena su vida).
A partir de ahí todo va a ser alejamiento (la cámara se aleja de Vincet) al mismo tiempo que su rostro se vuelve más taciturno y melancólico, y a la par también de que los escenarios donde situamos al protagonista vayan cambiando.
La calidez y emoción del primer plano, el mundo único, personal e intransferible donde ese niño se siente más cómodo se diluye a medida que ese mundo se abre al resto del mundo, y de la habitación pasamos al desayuno para acabar en la escuela, donde la personalidad de Vincent se ha unificado y empobrecido a un tiempo.













El hecho además de que la figura de él permanezca en el mismo lugar (es como si no se hubiese movido, como si siguiese viviendo en su propio mundo) potencia esa lucha de fantasía y realidad, en la que el espacio gana la partida y afecta la expresión del protagonista.

Me gusta igualmente el juego de la luz.
Presente en el primer encuadre con al presencia del proyector de cine, y cobrando el protagonismo de lo imaginario, de lo inventado, de lo que existe solo en la cabeza y la imaginación de Vincent (y que le aporta, de hecho, esa luz interior que refleja su rostro), vuelve a hacerse presente en el último encuadre de una manera muy distinta: la luz, en la escuela, aparece como lo exterior, lo prohibido, lo que se proyecta de un modo casi amenazante.

Hemos viajado con Vincent sin salir de su cabeza, trasladándonos física y emocionalmente con él, en un alarde técnico fabuloso, pero con un sentido medido, meditado y ajustado a la propia historia.
Y sí: que viva la fantasía.


martes, 5 de marzo de 2013

Breve encuentro, año III


A quién no le ha ocurrido.
Te sabe mal, pero es así.
A quién no se le ha olvidado la fecha de un cumpleaños (hermano, amigos, padres o novia) enfangados como estamos en el quehacer diario, en la rutina que nos engulle.

Pues a mí me acaba de pasar. En este caso con un blog.

Breve Encuentro nació hace ya tres años (y cinco días) entre las sombras de una estación de tren y con la ilusión del viaje a punto de partir.
Nació entre las bambalinas de unas imágenes proyectadas y de cómo éstas perduran en nuestra retina.
Nació de una pasión que como todas se atempera con el paso de los días, que se vuelve más real, más mundana.

Decía -y no solo- Frederic Beigbeder que el amor dura tres años.
Nada más lejos de la realidad.
Porque si nace y muere al instante, siempre será eterno.

Y así, como un proyector de cine que acompasa sus días con el soniquete imperecedero del obturador, mal que bien este blog seguirá, a su ritmo lento de estación de tren y partires varios, mirando siempre hacia la pared iluminada.

sábado, 2 de marzo de 2013

La lengua de las mariposas: la imagen que contaba demasiado

Sucedió hace ya, allá por el año 1988.
Acaban de estrenar "Las amistades peligrosas". Buscaba yo un hueco durante la semana para ir a verla, cuando en una revista de cine encontré la siguiente imagen:


No me parece justo.
Dicen que una imagen vale más que mil palabras. Yo en este caso diría que una imagen fastidia más que cualquier espoiler.

No había, pensé yo cuando vi aquella imagen, ninguna necesidad de usarla como promoción de la historia. Y más si de lo que se pretende es atrapar espectadores para que vayan a verla.
No niego su espectacularidad, su fuerza visual, esa sangre entre la nieve, pero a ver quién es el guapo que borra esa imagen mientras se deja engatusar durante una hora y media por los perversos juegos de esos dos manipuladores que eran John Malkovich y Glenn Close. 
No es ya saber qué pasa, si no exactamente cómo pasa.

De cualquier modo no es lo mismo que el caso que nos ocupa.
Para mí, al menos, el caso de "La lengua de las mariposas" es, si cabe, todavía peor.
Peor por encontrase en el propio cartel, peor por ser columna vertebral de la historia que se cuenta, peor por lo inevitable que resultaba verlo y saber, verlo y unir los evidentes puntos.
























La lengua de las mariposas es una película de Jose Luis Cuerda del año 1999.
Narra la historia de Moncho, un niño de ocho años que se incorpora al colegio tras una larga enfermedad, y cómo entabla una relación de fascinación y aprendizaje con el maestro interpretado por Fernando Fernán Gómez.

Ese descubrir el mundo a través de los inocentes ojos de Moncho estará, para el espectador, inevitablemente truncado, pues con un poco de retentiva la impactante imagen del cartel nos llevará a entender cómo acabará esa historia de amistad y conocimiento en los albores de la Guerra Civil española.

Sigo diciéndolo: No había necesidad.
Con lo fácil que hubiese sido elegir otro cartel como el que se usó para la versión americana.
La imagen de un cartel debe acompañar, recrear, sugerir y enganchar. Nunca contar.
























Hace poco me llamó la atención otro caso, más sutil, más singular, y del que prefiero hablar poco.
Se trata del magnífico cómic de Montesol "Speak Low".
Si pensáis leerlo quizá deberíais abandonar esta entrada ahora.

El caso es que, aunque explicativa e importante, la portada de Montesol pasa desapercibida durante gran parte de la historia, y no será hasta bien entrada la narración cuando le demos cuerpo y sentido a la que en principio se presenta como una imagen sin demasiado peso.
Un riesgo sí, pero muy bien llevado (al menos en mi caso, que me engaño totalmente).
























Cuidado pues con esa imagen que cuenta más de lo que debe, cuidado con el poder narrativo de un simple fotograma, porque puede, a modo de Homer Simpson en la puerta de un cine, destrozar toda una historia.
Las imágenes, también, deben saber callar.

martes, 26 de febrero de 2013

Blancanieves: Era verdad lo que nos dijeron.

Las reglas, las teorías, las normas, están, sobre todo, para conocerlas.
Esa es, sin duda alguna, su faceta más importante.
Porque una vez conocidas y asimiladas, tienes toda la potestad del mundo para hacer uso de ellas, o no.
Y es que las reglas están para cumplirlas, quizá, pero también para saltárselas.
Pero hasta el más incauto debe saber que para saltarse una regla, lo mejor es conocerla.

Yo, que soy bastante laxo en cuestiones de normativas y cumplimientos, suelo ser, sin embargo, inexorable en la necesidad de su conocimiento.
Porque así y solo así sacaremos el mayor rédito posible a su no cumplimiento.

Aunque, curiosamente, no sea el caso que hoy nos ocupa.
En el caso de hoy, la regla se cumple a rajatabla.
Y funciona.
Vaya si funciona.

El lenguaje narrativo da mucho juego en el sentido que venía hablando. Todas las normas referentes al espacio y al tiempo narrado están más que bien estructuradas. Pero, insisto, es precisamente esa milimétrica organización la que permite perturbar y descolocar al espectador cuando hagamos un uso díscolo de ellas.

No es, insisto, el caso de Blancanieves, la película de Pablo Berger.
Hay un elemento que, por muy evidente que resulte, se adecua perfectamente a la norma y funciona.
Se trata, en este caso, del uso expresivo del punto de vista en la narración.

Sabiendo como sabemos que tenemos el punto de vista normal, el contrapicado (de abajo arriba) y el picado (de arriba abajo) y conociendo de sobra qué expresan cada uno de ellos (alejamiento emocional el picado, implicación el contra), en esta película de 2012 encontraremos una utilización clásica, normativa, y no por ello menos impactante del contrapicado, en relación al personaje de la madrastra.

Sabemos que esa implicación emocional que lleva consigo viene del ángulo de sumisión, de entrega, de miedo y respeto ante lo que se observa, de no poder escapar ante lo que se nos muestra.
Y así, a través de ese punto de vista, el personaje crece.
Así, a través de ese contrapicado, creamos la maldad de un personaje mimado en cada encuadre.







Diseminados a lo largo y ancho de la película encontramos cómo casi en cada escena en que aparece la madrastra interpretada por Maribel Verdú, la veremos desde este punto de vista.
Y reafirmará esa constancia nuestro temor y fascinación por el personaje.

La misma fascinación que nos dijeron que daba ese contrapicado, y que efectivamente cumple.
Porque en este caso, y no es que sirva como precedente, era verdad lo que nos dijeron.