No es parte de la magia: ES la magia.
Cosas que hacen que una película merezca la pena.
Cosas que van más allá de lo medible. Juegos, guiños, sutilezas.
Un puzzle donde todo encaja. Un momento sobrecogedor.
Y todo que desaparece en ese instante.
(Hago un inciso porque toca: quiero recuperar este blog, perdido en el más absoluto de los abandonos.
A su ritmo, que siempre fue lento, de no más de veinte o treinta entradas al año, pero con cierta constancia.
Y quizá lo escribo para obligarme, que siempre lo necesito, pero aquí lo dejo.
Quiero recuperar este blog. Quiero seguir viendo cine y no dejar la oportunidad de analizarlo, por ejemplo, a través de estos escritos.)
Y ahora sí, vuelvo a la magia. Vuelvo a esos instantes donde una película se hace grande. Aunque no sea más que un utilizar sus propios recursos, pero que le dan sentido (en la más amplia significación de la palabra) a todo.
No hace mucho tuve la suerte de disfrutar de uno de esos instantes.
Ocurría en "Aloft" una intensa película de personajes dirigida por Claudia Llosa.
No debería, no quisiera desvelar demasiado de la trama. No lo haré, aún sabiendo que hay casos en que contar algo es contar demasiado.
Aloft es, digámoslo así, una película estructurada en dos tiempos (de una misma historia) que se se van alternando.
En uno de esos tiempos, el pasado, vemos a una madre (interpretada por Jennifer Connelly) con su hijo de 10 años. En el otro tiempo, el presente que transcurre veinte años después, vemos a ese hijo (Cillian Murphy) buscando a su madre, con la que ha perdido todo contacto.
Y en un momento determinado, casi al final de la película, esos dos tiempos se juntan.
Pero no en un instante lineal (en el que el pasado se vuelva presente) sino conceptual.
Se unen huida y encuentro. Pregunta y respuesta.
Y esa unión, lenta e intensa, no podía hacerse de otra forma que con un encadenado de esos dos tiempos, de esos dos instantes que se convierten en uno.
Al principio vemos a la madre observando una escena concreta, sintiendo en sí misma toda la desazón e impotencia.
Y se vuelve. Y se gira. Y empieza a andar, a alejarse. Eso es lo que la cámara sigue. La acción de un alejamiento, físico y emocional. Un alejamiento para siempre.
Y entonces aparece el encadenado.
Un fundido de ese tiempo pasado con el presente. Un encadenado muy lento, en el que se unen la huida de entonces con el encuentro de ahora.
Y desaparece la imagen de la madre (porque se ha ido, porque ha elegido marcharse, desaparecer) y aparece la imagen del final de la búsqueda.
No parece casual que el medio para unir esos dos tiempos, el espacio del encuentro, sea un paisaje glacial, como si se quisiera remarcar el frío que ha marcado la sensación de lo transcurrido entre esos dos instantes.
Y aparece el presente.
Dejamos el abandono para ser partícipes del encuentro. Desaparece la huida para darnos de bruces con el regreso.
En un paraje árido, casi irreal, donde sabemos que está ella, la que se había marchado, la que había escapado, y nos dirigimos (nosotros con el hijo en ese coche que se ve a lo lejos) a su encuentro.
El propio espacio donde sabemos que va a ocurrir es también preludio de muchas cosas.
Sabemos que ella está allí -la historia nos lo ha contado- y al encontrarnos de bruces con ese paisaje sabemos que no podrá escapar esta vez. Que el reencuentro, tras el abandono, tras la huida, va a ser a todas luces inevitable.
Y en ese presente, donde el pasado ya ha desaparecido (en el fundido hemos "olvidado" la desaparición) solo queda espacio para el futuro, todavía lejano, todavía impredecible: ese coche que se acerca, inexorable, a su destino final.
El encadenado, en esta ocasión, como una pescadilla que se muerde la cola, ha desaparecido y ahora sí, por fin, en ese futuro podemos ver el horizonte.