La dicotomía entre realidad y representación está presente desde el nacimiento mismo del arte.
Los llamados niveles de iconicidad o el concepto de verdad son juegos alrededor de esa misma idea.
En el caso del cine, es verdad, mucho se ha trabajado sobre este concepto.
Desde el mismo momento que se proyecta sobre una pantalla (por mucho que ésta funcione también como espejo) lo que estamos viendo es una representación.
Cuando vemos en una película unos personajes que van al cine a ver una película, nos introducimos en el resbaladizo mundo de las representaciones dentro de las representaciones y, así, la película que ven los personajes de nuestra película será para ellos la representación y la reafirmación de una realidad que para nosotros, se muestra como claramente ficcionada.
Qué mejor ejemplo de ese juego que "La Rosa Púrpura del Cairo".
Pero hoy vamos a analizar una escena, precisamente el arranque, de la película "Vanya en la calle 42", dirigida por el maestro francés Louis Malle.
En ella podremos observar cómo unos actores se dirigen a representar una obra de teatro (el Tío Vanya de Chejov que da título a la cinta) y no será hasta entonces que comience la función.
En el arranque de la película vamos a ver a los distintos integrantes de la compañía (actores, director, amigos, etc.) venir andando por la calle -cada uno de su realidad- para encontrarse en el teatro.
A esta primera concatenación de planos se le otorga la mayor naturalidad posible, rodada cámara en mano entre viandantes reales (no extras) para reflejar precisamente esa distinción de realidad, como contrapunto a la representación de la obra de teatro que tendrá lugar después.
Después de esto apreciamos cómo todos (cada uno venía de su mundo, de su realidad) se encuentran en el vestíbulo del teatro y entran en el imponente espacio del mismo.
Una vez que nos hemos situado en el escenario, volvemos a los personajes (los actores que interpretarán a los personajes) y comprobamos cómo, todavía por pequeños grupos, continúan con sus conversaciones de lo más triviales y cotidianas, redundando de nuevo en esa realidad mundana.
En este punto llega el primer juego evidente dentro de la narración, que marcará el paso de un relato a otro.
Vemos un primer plano (un plano tan cerrado no lo habíamos visto hasta ahora) de uno de los actores (¿o es ya un personaje?) con los ojos cerrados.
Esos ojos cerrados nos marcan claramente la frontera entre el mundo cotidiano, esa realidad, y el mundo de los sueños, lo onírico, lo ficcionado.
Para remarcar todavía más esta idea, este personaje se recuesta sobre el banco.
El movimiento de cámara que ha acompañado el sueño de este personaje continúa, y la cámara sube hasta dos de los actores que, en este momento, siguen con una conversación cotidiana.
Es posible que la sensación que tengamos sea la de una confusión deliberadamente medida e intencionada.
A través del sueño del anterior personaje, ¿qué vemos ahora?: ¿son actores hablando antes de la representación o son personajes que hablan a través del libreto escrito?
¿No son ambos, actores y personajes, integrantes de la farsa misma de una representación, de la película que estamos viendo?
Un poco más metidos en la conversación de los dos, pronto vamos a descubrir el trampantojo de esta representación.
Lo primero que vemos es un plano general (algo más parecido a un escenario) donde apreciamos a los tres protagonistas de esta parte de la historia.
Uno de ellos va a besar a la mujer mayor, y precisamente será ese beso el que nos despeje definitivamente la incógnita de dónde está la representación y donde la representación de la representación.
Así, este momento es la excusa perfecta para cambiar de plano y aprovechar que los dos personajes ocupan con su espalda casi la totalidad del encuadre.
Y será en el momento en que el hombre recupere su posición, cuando se abrirá el campo, se -nunca mejor dicho- descorrerá el telón pero, en este caso, no tanto para ver a los actores en el escenario (efectivamente, los estábamos viendo ya) sino para ver al público (el director de la compañía y los otros actores), que observa encantado la escena.
Y es en este momento mágico, donde nosotros -como espectadores- observamos a los espectadores que a su vez observan la representación, donde nos damos cuenta (una vez más y van dos mil doscientas) de que, efectivamente, todo es ficción.
Y que en esa huida de la realidad, nosotros nos vemos reflejados.