viernes, 22 de mayo de 2015
Denis Villeneuve: con una palabra basta
¿Coincidencia?
¿Casualidad?
No lo creo.
O sí, quién lo sabe.
El caso es que la filmografía de Denis Villeneuve, director de cine canadiense nacido en 1967, está compuesta de seis largometrajes.
Hasta ahí bien.
La cosa se complica (o se simplifica, según se vea) si analizamos los títulos de sus cintas:
Maelström (2000)
Polytechnique (2009)
Incencies (2010)
Prisioners (2013)
Enemy (2013)
Sicario (2015)
Sí. Efectivamente. Todas las películas compuestas por una única palabra.
¿Coincidencia? ¿Casualidad? Sería cuestión de preguntarle.
Caí en la cuenta el otro día, en el estreno de su última película, esta misma semana en Cannes, aunque algo había cruzado por mi mente viendo casi de seguido Incendies, Prisioners y Enemy.
Hasta le perdonaría que tenga una primera película ("Un 32 août sur terre") que no se ajuste al canon si se hubiera autoimpuesto esta regla y la cumpliese a lo largo y ancho de su trayectoria.
Como leo igualmente que ha recibido el encargo de dirigir la segunda parte de Blade Runner (¿dónde te metes, Denis?) sin título todavía, yo me arriesgo y le recomiendo uno: "Dos".
En cualquier caso, los juegos con las palabras, con las letras, con los números -los juegos en general- me pueden.
Como cuando me di cuenta que David Mamet (con cinco letras en su nombre y cinco en su apellido) había dirigido una primera película "House Games" con cinco letras en su primer y segundo nombre, y que su segunda película, "Things Change" tenía seis y seis. Sí, y "cinco" que, además, es el único número en castellano con el mismo número de letras que cifras indica.
Por eso y por mucho más, Denis, te animo a que sigas con el juego.
A veces, con una palabra basta, así que dime "sí".
domingo, 3 de mayo de 2015
La vida de Adèle: al revés para que me entiendas
Meses después -y qué importa- retomo este blog que, aunque a su ritmo, de momento ha decidido quedarse conmigo.
Y lo hacemos al revés, para que no me entienda ni yo.
Hablamos de ritmo. De montaje. Algo tan poco mesurable, tan de instinto, de sensibilidad. Tan del momento, de la historia concreta, de la acción determinada.
Pero será en ese ritmo -en ese engarce de un plano con el anterior, con el siguiente- donde resida gran parte del acierto (al menos narrativo) de la historia.
Por eso me atrae tanto encontrarme casos que se salen de lo común para adaptarse a lo que se quiere contar.
Y que se note, y que funcione.
Normalmente, la cadencia de encuadres va de más abierto a más cerrado, de mayor duración a menos. Esto permite, entre otras muchas cosas, determinar primero dónde está la acción para centrarnos después en la acción en sí, y en sus efectos dramáticos.
Esta manera de proceder hace que tengamos primero unos planos de situación seguidos de otros de expresión. Y, por mucho que apenas nos demos cuenta, estamos acostumbrados a esta manera de mostrar las escenas, la secuencias.
Pero traemos hoy a este blog un caso -uno de tantos- donde esto no es así.
"La vida de Adèle" del director Abdellatif Kechiche, es una película del 2013 basada en el cómic "El azul es un color cálido".
La acción que se nos cuenta en esta ocasión es el punto y final de una pareja. Cómo la chica toma la determinación y se lo hace saber al chico. Una historia mil veces contada, mil veces conocida, pero con la sutileza que da el no usar la palabra, y ese engarce de planos de mayor a menor.
Podremos dividir la narración en dos pequeñas escenas.
En esta primera (que yo llamaré "de introducción" o "prólogo") veremos a Adèle, la protagonista, en tres planos sin diálogo alguno.
PLANO 1:
La vemos fumando. Seria, parece que decidida.
PLANO 2:
La observamos de espaldas. Con todo el mundo a su alcance. No sabemos dónde posa su mirada, no sabemos qué cruza por su cabeza, pero sentimos, a través de este punto de vista, que puede estar pensando en el futuro, en lo que le queda por vivir.
PLANO 3 (y continuación):
Termina el cigarro y se va. Seguimos sin saber -no se nos ha dicho- en qué pensaba ni qué decisiones ha podido tomar, pero estos tres planos sirven de magnífico preámbulo de la escena siguiente, donde se resolverán todas nuestras dudas.
Directamente, por corte, la volvemos a ver pero en esta ocasión acompañada. Es, a mi modo de ver, una escena distinta de la anterior (cambia, además, el escenario) pero unida en tanto que pensamiento-acción, y sus derivadas.
PLANO 1:
Encuadre cerrado. Sin diálogo ninguno. La vemos a ella, rostro serio, acompañada de un chico.
PLANO 2:
Observamos un primer plano del chico. Podemos observar la tristeza en su expresión y cómo, en el encuadre mantenido, se le escapa una lágrima que corre por su rostro.
PLANO 3:
Volvemos a la cara de Adèle, esta vez de frente. Podemos intuir su empatía, su tristeza, pero también su determinación. Una expresión de "no hay más que decir" reafirmada por el silencio que nos acompaña en toda la secuencia.
PLANO 4:
Y aquí se abre el campo.
De los encuadres cerrados pasamos a uno más abierto. Aparece, como yo lo llamaba antes, el plano de situación: están los dos -la pareja- sentados en un banco bajo un árbol.
En un momento determinado, el chico se levanta y se va. Mediante los encuadres cerrados anteriores hemos entendido que le han dejado, que él ha sido el abandonado, y ahora, con toda la inmensidad que nos ofrece el plano general, vemos cómo es él el que sale de campo, el que se va, el que ya no pertenece a la historia.
Efectivamente, la historia, a partir de aquí, será de Adèle.
Y es ese plano abierto el que confronta por un lado su soledad frente al mundo con todas las posibilidades abiertas que están por llegar.
De algún modo, el sol que a contraluz se cuela en el encuadre nos reafirma toda esa vida que queda por llegar (toda esa película que queda por contar).
Es en ese plano abierto donde descansa la narración de lo que queda por venir -las esperanzas, la alegría, las decepciones- en la vida de nuestra protagonista.
Y es en cómo nos lo han contado (de la emoción del encuadre cerrado a la eclosión del abierto) donde navega el espectador que posa sus ojos en esta historia, no por mil veces contada, siempre emocionante y conmovedora.
domingo, 14 de septiembre de 2014
Marina Abramovic: La artista está presente. (Sobre la coherencia o lo bien hecho)
Al final todo es una cuestión de elección.
No resulta tan importante lo que está bien o mal hecho (cuestión más bien subjetiva) sino aquello que tiene coherencia, que pertenece a un discurso claro, que tiene una intencionalidad bien marcada.
Muchas veces digo que el lenguaje narrativo (como tantos otros lenguajes) es como una gran caja de herramientas. Todas valen, sí, pero cada una para una cosa distinta. Y si coges una u otra, si eliges esta o aquella tiene que ser por una razón. Tiene que ser con una intención. No es lo mismo sacar un tornillo que clavar un clavo.
Nadie dice que sea fácil, pero el resultado final dependerá en gran medida de esas decisiones.
Una sensación de falta de acierto (evidentemente subjetiva) la tuve viendo el impecable documental "Marina Abramovic: La artista está presente" sobre la retrospectiva que hubo en el MOMA de la artista serbia.
Y es que es eso: era demasiado impecable.
Lleno de artificios, juegos, montaje, sonidos y cambios que -a mi entender- no iban con el "espíritu" de esa obra.
El comienzo del documental era, en este sentido, toda una declaración de principios:
En una pieza pensada para ser ejecutada en el mismo MOMA -y gran reclamo de la exposición- Abramovic estuvo más de 700 horas sentada inmóvil frente a una mesa y una silla vacía, donde los espectadores eran invitados a sentarse frente a ella, para mirarse, para compartir, para conectar.
En eso consistía la pieza.
Otra cosa distinta es cómo nos la cuenta el documental.
En ese arranque vemos a Marina Abramovic en primer plano (más cerca, en realidad, de cómo la veríamos si estuviésemos frente a ella) con la cabeza agachada y los ojos cerrados.
Con lentitud e intensidad, sube la cabeza, abre los ojos y (nos) mira.
Y aquí viene, para mí, la falta de coherencia.
Sin apenas darnos tiempo a reposar nuestra mirada en los ojos de Marina, empiezan una sucesión de planos, de rostros, de miradas, de ángulos de la escena.
Pero mi cuerpo de espectador quería que ese plano de la artista mirándome se hubiera mantenido. Treinta segundos, un minuto, ¿por qué no tres, o cinco? Quiero sentir esa intensidad, y para sentirla necesito tiempo, necesito un plano mantenido, necesito que me fuercen, que busquen mi límite, que me obliguen.
La opción elegida, en cambio, es completamente distinta. Todo es dinámico, incluso emocionante (vemos rostros perplejos, concentrados) respiramos el ambiente que podía haber en la sala, pero perdemos la intensidad de la pieza, el valor de enfrentarnos a la mirada de la artista.
De hecho, tras ese bombardeo de planos distintos volvemos al mismo plano de ella, pero no para que nos mire a nosotros, sino para cortar rápido y comprobar la reacción final de la pieza, para mostrarnos las lágrimas en primerísimo primer plano de la espectadora que en realidad estaba frente a ella.
Muy eficaz, demasiado tramposo.
El documental entero está lleno de estos artificios. Insisto: le aportan dinamismo y viveza, pero le resta coherencia.
Otro ejemplo claro tiene que ver con el (famosísimo por cómo se movió en las redes) encuentro que se produjo -23 años después- entre Ulay, que había sido su pareja artística y sentimental, y Marina Abramovic, en esa misma pieza, en ese mismo espacio.
La realización de esta parte del documental no empieza mal.
Vemos a una serie de espectadores que se sientan frente a Marina Abramovic previa a la aparición -intensa, emocionante, tremenda como no podía ser de otra manera- de Ulay.
Pero llega el minuto 1:39, y, justo en el momento que Marina sube la cabeza y abre los ojos, justo en el momento en que Ulay la mira, ahí están: el piano, los violines, la banda sonora.
Ahora sí se lo voy a decir, señores Matthew Akers y Jeff Dupre: no era necesario.
Han pasado veintitrés años sin verse, tienen tanta presencia en sus cuerpos, tanta intensidad en sus ojos que un piano tratando de sacarme las lágrimas me molesta.
Me hubiese gustado verlos en silencio. Con el sonido ambiente de la sala y poco más.
Porque un poco de coherencia, a veces, no está de más.
No resulta tan importante lo que está bien o mal hecho (cuestión más bien subjetiva) sino aquello que tiene coherencia, que pertenece a un discurso claro, que tiene una intencionalidad bien marcada.
Muchas veces digo que el lenguaje narrativo (como tantos otros lenguajes) es como una gran caja de herramientas. Todas valen, sí, pero cada una para una cosa distinta. Y si coges una u otra, si eliges esta o aquella tiene que ser por una razón. Tiene que ser con una intención. No es lo mismo sacar un tornillo que clavar un clavo.
Nadie dice que sea fácil, pero el resultado final dependerá en gran medida de esas decisiones.
Una sensación de falta de acierto (evidentemente subjetiva) la tuve viendo el impecable documental "Marina Abramovic: La artista está presente" sobre la retrospectiva que hubo en el MOMA de la artista serbia.
Y es que es eso: era demasiado impecable.
Lleno de artificios, juegos, montaje, sonidos y cambios que -a mi entender- no iban con el "espíritu" de esa obra.
El comienzo del documental era, en este sentido, toda una declaración de principios:
En una pieza pensada para ser ejecutada en el mismo MOMA -y gran reclamo de la exposición- Abramovic estuvo más de 700 horas sentada inmóvil frente a una mesa y una silla vacía, donde los espectadores eran invitados a sentarse frente a ella, para mirarse, para compartir, para conectar.
En eso consistía la pieza.
Otra cosa distinta es cómo nos la cuenta el documental.
En ese arranque vemos a Marina Abramovic en primer plano (más cerca, en realidad, de cómo la veríamos si estuviésemos frente a ella) con la cabeza agachada y los ojos cerrados.
Con lentitud e intensidad, sube la cabeza, abre los ojos y (nos) mira.
Y aquí viene, para mí, la falta de coherencia.
Sin apenas darnos tiempo a reposar nuestra mirada en los ojos de Marina, empiezan una sucesión de planos, de rostros, de miradas, de ángulos de la escena.
Pero mi cuerpo de espectador quería que ese plano de la artista mirándome se hubiera mantenido. Treinta segundos, un minuto, ¿por qué no tres, o cinco? Quiero sentir esa intensidad, y para sentirla necesito tiempo, necesito un plano mantenido, necesito que me fuercen, que busquen mi límite, que me obliguen.
La opción elegida, en cambio, es completamente distinta. Todo es dinámico, incluso emocionante (vemos rostros perplejos, concentrados) respiramos el ambiente que podía haber en la sala, pero perdemos la intensidad de la pieza, el valor de enfrentarnos a la mirada de la artista.
De hecho, tras ese bombardeo de planos distintos volvemos al mismo plano de ella, pero no para que nos mire a nosotros, sino para cortar rápido y comprobar la reacción final de la pieza, para mostrarnos las lágrimas en primerísimo primer plano de la espectadora que en realidad estaba frente a ella.
Muy eficaz, demasiado tramposo.
El documental entero está lleno de estos artificios. Insisto: le aportan dinamismo y viveza, pero le resta coherencia.
Otro ejemplo claro tiene que ver con el (famosísimo por cómo se movió en las redes) encuentro que se produjo -23 años después- entre Ulay, que había sido su pareja artística y sentimental, y Marina Abramovic, en esa misma pieza, en ese mismo espacio.
La realización de esta parte del documental no empieza mal.
Vemos a una serie de espectadores que se sientan frente a Marina Abramovic previa a la aparición -intensa, emocionante, tremenda como no podía ser de otra manera- de Ulay.
Pero llega el minuto 1:39, y, justo en el momento que Marina sube la cabeza y abre los ojos, justo en el momento en que Ulay la mira, ahí están: el piano, los violines, la banda sonora.
Ahora sí se lo voy a decir, señores Matthew Akers y Jeff Dupre: no era necesario.
Han pasado veintitrés años sin verse, tienen tanta presencia en sus cuerpos, tanta intensidad en sus ojos que un piano tratando de sacarme las lágrimas me molesta.
Me hubiese gustado verlos en silencio. Con el sonido ambiente de la sala y poco más.
Porque un poco de coherencia, a veces, no está de más.
domingo, 7 de septiembre de 2014
Lawrence de Arabia: el montaje más bonito del mundo
Probablemente haya que hacerlo más: reivindiquemos la mentira.
Si no os gusta la palabra disfrazadla de polisemia y llamadla engaño o ilusión, pero reconozcamos que sin la mentira todo sería, cuando menos, mucho más aburrido.
Y qué decir del cine. Ese lugar a oscuras donde uno se entrega tan abiertamente a que le mientan. Qué sería del cine sin la mentira.
No hablo, supongo que se entiende bien, de la mentira dentro de una historia concreta que nos puedan contar, sino de que el cine, en sí, es una gran, una fabulosa, una magnífica mentira.
Un lenguaje narrativo construido para engañar, sustentado en parcelaciones espacio temporales a las que -quién sabe por qué- le damos coherencia y unidad incluso más allá de lo que se nos presenta.
Una mentira tan bonita y tan bien envuelta en la que poder zambullirse que cómo decir que no, que cómo no abrirse de brazos y lanzarse a la piscina.
Dentro de las muchas artimañas que esa mentira usa para obnubilar nuestras almas, el montaje es piedra angular. Un plano desde aquí, una angulación desde allá. Cortes, fundidos, encadenados y la continuidad inventada/construida. Ya está. Engañados vivos. Entregados vivos.
Pero, claro está, hay montajes y montajes. Y hace poco volvió a mi memoria una película en general, un director en concreto y un montaje en particular.
Sí. Lawrence de Arabia, dirigida por mi admirado David Lean en 1962, y el montaje donde se une el comienzo de la aventura del teniente Lawrence que le llevará del El Cairo al desierto.
En el despacho de Mr. Dryden (interpretado por Claude Rains), el teniente Lawrence se encuentra ansioso por iniciar su aventura. En un momento determinado, con una cerilla, le enciende un cigarro a Dryden. La cerilla sigue encendida.
Y entonces sucede la magia. La ilusión, la mentira, el montaje. La unión perfecta, la continuidad imposible, ese delicado juego de manos (solo hay que fijarse en la manga del personaje que interpreta Peter O'Toole) ejecutado frente a nuestros propios ojos.
Cambiamos a un plano más cerrado y vemos a Lawrence de perfil mirando la cerilla. Él no lo sabe (¿o quizá sí?) pero está viendo algo que se consume, que se extingue, que se acaba. Poco a poco. Inevitablemente.
Y entonces sonríe.
Porque se da cuenta. Porque está en su mano. Porque no queda otra.
Es la sonrisa del comienzo, la sonrisa de la aventura, la sonrisa de lo que está por venir, la sonrisa de quien cree tener su futuro -y no el pasado- entre sus dedos.
Y ahora sí.
Ahora sopla.
El soplido, ya lo he dicho antes, es un final y un comienzo, un dejar atrás y mirar hacia adelante, pero a ese soplido le hace falta algo y el siguiente plano nos lo muestra.
Sin más. Para qué más si no hace falta más.
Justo antes de apagarse la cerilla, el maestro Lean nos corta a un plano del amanecer en el desierto, el destino de Lawrence.
Dos fuegos que se unen, uno apagado y otro que nace. Dos espacios que se engarzan, dos tiempos que conectan.
No es magia. Es un paso más allá.
Si no os gusta la palabra disfrazadla de polisemia y llamadla engaño o ilusión, pero reconozcamos que sin la mentira todo sería, cuando menos, mucho más aburrido.
Y qué decir del cine. Ese lugar a oscuras donde uno se entrega tan abiertamente a que le mientan. Qué sería del cine sin la mentira.
No hablo, supongo que se entiende bien, de la mentira dentro de una historia concreta que nos puedan contar, sino de que el cine, en sí, es una gran, una fabulosa, una magnífica mentira.
Un lenguaje narrativo construido para engañar, sustentado en parcelaciones espacio temporales a las que -quién sabe por qué- le damos coherencia y unidad incluso más allá de lo que se nos presenta.
Una mentira tan bonita y tan bien envuelta en la que poder zambullirse que cómo decir que no, que cómo no abrirse de brazos y lanzarse a la piscina.
Dentro de las muchas artimañas que esa mentira usa para obnubilar nuestras almas, el montaje es piedra angular. Un plano desde aquí, una angulación desde allá. Cortes, fundidos, encadenados y la continuidad inventada/construida. Ya está. Engañados vivos. Entregados vivos.
Pero, claro está, hay montajes y montajes. Y hace poco volvió a mi memoria una película en general, un director en concreto y un montaje en particular.
Sí. Lawrence de Arabia, dirigida por mi admirado David Lean en 1962, y el montaje donde se une el comienzo de la aventura del teniente Lawrence que le llevará del El Cairo al desierto.
En el despacho de Mr. Dryden (interpretado por Claude Rains), el teniente Lawrence se encuentra ansioso por iniciar su aventura. En un momento determinado, con una cerilla, le enciende un cigarro a Dryden. La cerilla sigue encendida.
Y entonces sucede la magia. La ilusión, la mentira, el montaje. La unión perfecta, la continuidad imposible, ese delicado juego de manos (solo hay que fijarse en la manga del personaje que interpreta Peter O'Toole) ejecutado frente a nuestros propios ojos.
Cambiamos a un plano más cerrado y vemos a Lawrence de perfil mirando la cerilla. Él no lo sabe (¿o quizá sí?) pero está viendo algo que se consume, que se extingue, que se acaba. Poco a poco. Inevitablemente.
Y entonces sonríe.
Porque se da cuenta. Porque está en su mano. Porque no queda otra.
Es la sonrisa del comienzo, la sonrisa de la aventura, la sonrisa de lo que está por venir, la sonrisa de quien cree tener su futuro -y no el pasado- entre sus dedos.
Y ahora sí.
Ahora sopla.
El soplido, ya lo he dicho antes, es un final y un comienzo, un dejar atrás y mirar hacia adelante, pero a ese soplido le hace falta algo y el siguiente plano nos lo muestra.
Sin más. Para qué más si no hace falta más.
Justo antes de apagarse la cerilla, el maestro Lean nos corta a un plano del amanecer en el desierto, el destino de Lawrence.
Dos fuegos que se unen, uno apagado y otro que nace. Dos espacios que se engarzan, dos tiempos que conectan.
No es magia. Es un paso más allá.
El amanecer se nos muestra lento, pero...¿quién tiene prisa a estas alturas?
Y lo suyo es verlo en continuidad, claro, aunque para que la mentira funcione y funcione de verdad el mejor lugar no es la pantalla de un ordenador, sino esa sala oscura donde uno encuentra y pierde sus sueños.
domingo, 8 de junio de 2014
Mad Men: la elipsis, o así en el cine como en la vida
(este análisis no contiene espoilers de ningún tipo)
Se podrá definir mejor, seguro, pero la elipsis, en el lenguaje audiovisual, es robarle tiempo al tiempo.
Omitimos, intuimos. Nos dejamos llevar por lo implícito. Y lo mejor es que, en ese proceso, en más de una ocasión no nos damos ni cuenta del artificio que conlleva.
Cuando en una película (o una serie) vemos a un personaje que apaga un despertador, y en el siguiente plano lo vemos vestido y desayunando, casi ni nos damos cuenta que se ha levantado de la cama, que se ha duchado, que se ha afeitado y vestido entre aquel plano y este.
La vida se nos muestra a velocidad de narración y lo asumimos como tal.
Quizá lo mejor sea que todo lo demás nos parecería raro.
Por eso me gustan las elipsis que no parece que son, las continuidades que en realidad sí son elipsis, o el juego, el juego siempre, el juego en general.
Y mucho más si es tan real que asusta.
Algo así -esa identificación con lo real- me ocurrió viendo viendo el capítulo nº 2 de la séptima temporada de Mad Men.
Y es que, en solo cuatro sencillos planos, juega con la confusión de la elipsis para acercarnos a la vida.
Y lo vemos de una manera fácil:
PLANO 1:
Empieza el capítulo. Abre desde negro y vemos al protagonista de la serie, Don Draper, tumbado en la cama.
Suena el despertador y lo apaga.
PLANO 2:
Justo en el momento de apagarlo cortamos a un plano detalle del despertador, para ver bien la hora. Las 7:30.
Hora de levantarse, hora de ir a trabajar y comenzar el día.
PLANO 4:
Pues sí.
Este plano detalle lo confirma: las 12:34.
Puede que la vida de Draper tenga que ver. Puede que se acumulen la bebida y los problemas, pero yo no dejo de preguntarme: ¿a quién no le ha pasado?
Me parece tan real (os recomiendo verlo en audiovisual, donde la sensación se potencia) que no me queda más remedio que preguntarme: si acabo de apagar el despertador y un minuto después han pasado cinco horas ¿hay que considerarlo, en realidad, una elipsis?
Se podrá definir mejor, seguro, pero la elipsis, en el lenguaje audiovisual, es robarle tiempo al tiempo.
Omitimos, intuimos. Nos dejamos llevar por lo implícito. Y lo mejor es que, en ese proceso, en más de una ocasión no nos damos ni cuenta del artificio que conlleva.
Cuando en una película (o una serie) vemos a un personaje que apaga un despertador, y en el siguiente plano lo vemos vestido y desayunando, casi ni nos damos cuenta que se ha levantado de la cama, que se ha duchado, que se ha afeitado y vestido entre aquel plano y este.
La vida se nos muestra a velocidad de narración y lo asumimos como tal.
Quizá lo mejor sea que todo lo demás nos parecería raro.
Por eso me gustan las elipsis que no parece que son, las continuidades que en realidad sí son elipsis, o el juego, el juego siempre, el juego en general.
Y mucho más si es tan real que asusta.
Algo así -esa identificación con lo real- me ocurrió viendo viendo el capítulo nº 2 de la séptima temporada de Mad Men.
Y es que, en solo cuatro sencillos planos, juega con la confusión de la elipsis para acercarnos a la vida.
Y lo vemos de una manera fácil:
PLANO 1:
Empieza el capítulo. Abre desde negro y vemos al protagonista de la serie, Don Draper, tumbado en la cama.
Suena el despertador y lo apaga.
PLANO 2:
Justo en el momento de apagarlo cortamos a un plano detalle del despertador, para ver bien la hora. Las 7:30.
Hora de levantarse, hora de ir a trabajar y comenzar el día.
PLANO 3:
Casi sin solución de continuidad volvemos a ver a Don Draper en la cama. Como dice alguno de los manuales que tengo por casa "el cambio de plano por corte, si no hay ninguna indicación que diga lo contrario, supone que lo que estamos viendo sucede a continuación de lo que acabamos de ver".
Bien.
Y así sucede.
Don Draper, en la cama, parece resistirse a levantarse pese a acabar de apagar el despertador.
Es ese "un poquito más" que a más de uno, en más de una ocasión, nos ha pasado y nos pasa.
Pero entonces ocurre.
Sin cambiar de plano, la cámara se mueve un poco hacia la derecha del encuadre, y volvemos a ver el despertador. Casi en negro, medio en penumbra -emulando a la visión del propio Draper- vemos a intuimos que la hora en el despertador ha cambiado. ¿O no?
PLANO 4:
Pues sí.
Este plano detalle lo confirma: las 12:34.
Puede que la vida de Draper tenga que ver. Puede que se acumulen la bebida y los problemas, pero yo no dejo de preguntarme: ¿a quién no le ha pasado?
Me parece tan real (os recomiendo verlo en audiovisual, donde la sensación se potencia) que no me queda más remedio que preguntarme: si acabo de apagar el despertador y un minuto después han pasado cinco horas ¿hay que considerarlo, en realidad, una elipsis?
martes, 20 de mayo de 2014
La bestia debe morir: la interactividad de entonces, o los recuerdos de la infancia
La memoria es así.
Olvidamos que comimos ayer mientras bien que recordamos aquel día que nos subimos a un algarrobo con ocho años. A la memoria no hay quien la controle, y a estas alturas ni ganas.
Con el cine, también, la memoria es muy curiosa.
A mí me ocurre, lo he comentado en más de una ocasión, que recuerdo (o suelo recordar) en qué cine, a qué hora y con quien he visto las películas que llevo a mis espaldas.
Pero no me preguntéis por cómo acaban, pues más de la mitad de esos finales los he olvidado.
Influye el número, claro, pero también el hecho de que la memoria sea así de selectiva, así de puñetera.
Y eso nos lleva a la historia de hoy.
Llevaba mucho tiempo intentando recordar esta película. Cómo se llamaba, de qué iba, quién salía.
Recordaba poco: que la había visto en el Cine Linamar (para muchos nuestra segunda casa), que rondaría yo los quince años, que el cine estaba casi vacío... Y sí, que por allí andaba, aunque yo no estuviese con su grupo, el que luego sería mi amigo Antonio Jaime.
Pero sobre todo recordaba el final.
El final me dejó atónito.
En un momento dado de la película, la cinta se detenía. Sé que no podía ser, pero yo así lo recordaba.
En un momento dado, con la película detenida, alguien nos preguntaba (sí, a nosotros, los espectadores) que quién creíamos que era el asesino.
No recordaba mucho más, pero para eso están los amigos, y sus memorias mejor encajadas.
En alguna ocasión había sacado el tema con Antonio, pero hace poco volvimos a hablar de ello y él, entonces, me dio todo lujo de detalles.
Como si fuese ayer.
Lo mejor de todo es que después de aquello la conseguí, la vi, y todo lo que él contaba estaba ahí.
La película se llamaba "La bestia debe morir", del año 1974.
De hecho yo creía recordar que salía Vincent Price pero en realidad era Peter Cushing.
En efecto, pasada la hora de película, esta se detenía y se volvía a la imagen inicial con la que ésta arrancaba, la figura de la bestia.
Sobre esta imagen emergía un gran interrogante y una voz en off nos preguntaba: ¿quién creéis que es el asesino?
Y entonces ocurría, aunque yo no lo recordaba así exactamente.
La voz nos decía que teníamos 30 segundos para pensar antes de ofrecernos la respuesta correcta, y un cronómetro se ponía en marcha para que los espectadores especularan y hablaran entre ellos sobre quién de los protagonistas pudiera ser el asesino.
El reloj estaba impreso sobre el rostro cambiante de cada uno de los posibles culpables, y esos treinta segundos nos pertenecían solo a nosotros.
Después la imagen fundía a negro, y la voz decía: veamos si está usted en lo cierto...
Y la película continuaba, con la solución al misterio, que no vamos a desvelar aquí.
Puede, en la medida que así es la memoria, que fuese la primera experiencia medianamente interactiva que he tenido en el mundo audiovisual.
Ahora, claro, las cosas son bien distintas, y los medios a nuestro alcance también.
Quizá en otra ocasión encuentre el momento para desarrollar este tema, que por otro lado me parece interesantísimo.
Hoy me despido con un ejemplo interactivo actual, que me descubrió María no hace mucho. En este caso no fue la memoria la que hizo que lo olvidase, sino mi habitual despiste.
Se trata de una campaña de Tipp-Ex llamada "A hunter shoots a bear", y si no la conocéis os recomiendo que juguéis con ella.
Olvidamos que comimos ayer mientras bien que recordamos aquel día que nos subimos a un algarrobo con ocho años. A la memoria no hay quien la controle, y a estas alturas ni ganas.
Con el cine, también, la memoria es muy curiosa.
A mí me ocurre, lo he comentado en más de una ocasión, que recuerdo (o suelo recordar) en qué cine, a qué hora y con quien he visto las películas que llevo a mis espaldas.
Pero no me preguntéis por cómo acaban, pues más de la mitad de esos finales los he olvidado.
Influye el número, claro, pero también el hecho de que la memoria sea así de selectiva, así de puñetera.
Y eso nos lleva a la historia de hoy.
Llevaba mucho tiempo intentando recordar esta película. Cómo se llamaba, de qué iba, quién salía.
Recordaba poco: que la había visto en el Cine Linamar (para muchos nuestra segunda casa), que rondaría yo los quince años, que el cine estaba casi vacío... Y sí, que por allí andaba, aunque yo no estuviese con su grupo, el que luego sería mi amigo Antonio Jaime.
Pero sobre todo recordaba el final.
El final me dejó atónito.
En un momento dado de la película, la cinta se detenía. Sé que no podía ser, pero yo así lo recordaba.
En un momento dado, con la película detenida, alguien nos preguntaba (sí, a nosotros, los espectadores) que quién creíamos que era el asesino.
No recordaba mucho más, pero para eso están los amigos, y sus memorias mejor encajadas.
En alguna ocasión había sacado el tema con Antonio, pero hace poco volvimos a hablar de ello y él, entonces, me dio todo lujo de detalles.
Como si fuese ayer.
Lo mejor de todo es que después de aquello la conseguí, la vi, y todo lo que él contaba estaba ahí.
La película se llamaba "La bestia debe morir", del año 1974.
De hecho yo creía recordar que salía Vincent Price pero en realidad era Peter Cushing.
En efecto, pasada la hora de película, esta se detenía y se volvía a la imagen inicial con la que ésta arrancaba, la figura de la bestia.
Sobre esta imagen emergía un gran interrogante y una voz en off nos preguntaba: ¿quién creéis que es el asesino?
Y entonces ocurría, aunque yo no lo recordaba así exactamente.
La voz nos decía que teníamos 30 segundos para pensar antes de ofrecernos la respuesta correcta, y un cronómetro se ponía en marcha para que los espectadores especularan y hablaran entre ellos sobre quién de los protagonistas pudiera ser el asesino.
El reloj estaba impreso sobre el rostro cambiante de cada uno de los posibles culpables, y esos treinta segundos nos pertenecían solo a nosotros.
Después la imagen fundía a negro, y la voz decía: veamos si está usted en lo cierto...
Y la película continuaba, con la solución al misterio, que no vamos a desvelar aquí.
Puede, en la medida que así es la memoria, que fuese la primera experiencia medianamente interactiva que he tenido en el mundo audiovisual.
Ahora, claro, las cosas son bien distintas, y los medios a nuestro alcance también.
Quizá en otra ocasión encuentre el momento para desarrollar este tema, que por otro lado me parece interesantísimo.
Hoy me despido con un ejemplo interactivo actual, que me descubrió María no hace mucho. En este caso no fue la memoria la que hizo que lo olvidase, sino mi habitual despiste.
Se trata de una campaña de Tipp-Ex llamada "A hunter shoots a bear", y si no la conocéis os recomiendo que juguéis con ella.
martes, 25 de marzo de 2014
12 años de esclavitud: mantener duele
Resulta curioso pensar cómo el cine es prisionero, a veces, de su propio lenguaje.
Narrar a base de encuadres, contar mediante planos, mostrar enlazando distintos puntos de vista de una misma acción.
Todo eso y mucho más es el cine, y, quizá por eso, cuando vemos una determinada escena narrada con diferentes planos, "somos conscientes" de estar viendo una película, una ficción, una mentira.
Quizá por eso mismo incomode, resulte extraño y a veces duela ver una acción con un plano mantenido, con un encuadre que no cambia.
Nos sorprendemos a nosotros mismos queriendo que cambie, como si en ese cambio estuviera el relajo que da saber que no es verdad aquello que se nos cuenta.
Y, por supuesto, nos podemos aprovechar narrativamente de esa incomodidad.
Algo así pensé mientras veía "12 años de esclavitud", la película recientemente oscarizada de Steve McQueen donde hay un plano mantenido que transmite perfectamente el agobio de la circunstancia que recrea.
No es necesario tampoco recurrir a espoilers, para tranquilidad de aquellos que aún no la habéis visto.
En la escena referida ocurre que, por una determinada lucha de poder, dejan a la mitad el ahorcamiento de un esclavo de la plantación, de tal manera que éste queda de puntillas sobre el suelo, pero con la soga bien atada a su cuello, en una posición ciertamente difícil de mantener.
Poco a poco vamos sintiendo el esfuerzo de ese hombre por mantener la estabilidad y no ceder a lo que sería su ahorcamiento seguro.
Vemos cómo lo han dejado ahí, y cómo poco a poco la vida en la hacienda cobra una relativa normalidad: los otros esclavos salen de sus casas y se reincorporan a sus labores, a la par temerosos y discretos.
Tras un minuto y medio con el encuadre de la escena intacto, vemos cómo una de las esclavas se acerca con una taza de agua y se la ofrece.
Es el momento de cambiar de plano.

Un minuto y medio es mucho tiempo de narración, y en ese plano mantenido hemos sufrido con el protagonista de la escena su dificultad para conservar su posición de puntillas y no caer por su propio peso.
Influye además el hecho de que sea un plano abierto, con lo que la posibilidad de que podamos "intervenir" en la acción se hace si cabe más difícil y la visión de esta más incómoda.
Cambia el encuadre pero no el sentido de la acción. Él bebe pero sigue en la misma posición de equilibrio, y va a estar así dos minutos más.
Pero, para mí, la incomodidad desaparece, o al menos en un buen grado con respecto al otro planteamiento.
Sabemos sin saber que nada malo le va a pasar.
Seguiremos sufriendo con él, veremos cómo es la reacción de determinados personajes (capataz, ama) de la hacienda, y nos mantendremos alerta por su situación, pero sin la angustia de lo inevitable que transmitía ese lento, pausado y terrible primer encuadre.
Y no hubiese estado mal, desde mi modesto punto de vista y ya que estamos hablando de esto, que esa exposición a lo incómodo se hubiese explorado más a lo largo de un film que acaba teniendo una factura "demasiado" impecable pero con menos alma, menos agarre del que planos como este demuestran.
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