Material didáctico y/o de entretenimiento alrededor del cine y la imagen


martes, 5 de marzo de 2013

Breve encuentro, año III


A quién no le ha ocurrido.
Te sabe mal, pero es así.
A quién no se le ha olvidado la fecha de un cumpleaños (hermano, amigos, padres o novia) enfangados como estamos en el quehacer diario, en la rutina que nos engulle.

Pues a mí me acaba de pasar. En este caso con un blog.

Breve Encuentro nació hace ya tres años (y cinco días) entre las sombras de una estación de tren y con la ilusión del viaje a punto de partir.
Nació entre las bambalinas de unas imágenes proyectadas y de cómo éstas perduran en nuestra retina.
Nació de una pasión que como todas se atempera con el paso de los días, que se vuelve más real, más mundana.

Decía -y no solo- Frederic Beigbeder que el amor dura tres años.
Nada más lejos de la realidad.
Porque si nace y muere al instante, siempre será eterno.

Y así, como un proyector de cine que acompasa sus días con el soniquete imperecedero del obturador, mal que bien este blog seguirá, a su ritmo lento de estación de tren y partires varios, mirando siempre hacia la pared iluminada.

sábado, 2 de marzo de 2013

La lengua de las mariposas: la imagen que contaba demasiado

Sucedió hace ya, allá por el año 1988.
Acaban de estrenar "Las amistades peligrosas". Buscaba yo un hueco durante la semana para ir a verla, cuando en una revista de cine encontré la siguiente imagen:


No me parece justo.
Dicen que una imagen vale más que mil palabras. Yo en este caso diría que una imagen fastidia más que cualquier espoiler.

No había, pensé yo cuando vi aquella imagen, ninguna necesidad de usarla como promoción de la historia. Y más si de lo que se pretende es atrapar espectadores para que vayan a verla.
No niego su espectacularidad, su fuerza visual, esa sangre entre la nieve, pero a ver quién es el guapo que borra esa imagen mientras se deja engatusar durante una hora y media por los perversos juegos de esos dos manipuladores que eran John Malkovich y Glenn Close. 
No es ya saber qué pasa, si no exactamente cómo pasa.

De cualquier modo no es lo mismo que el caso que nos ocupa.
Para mí, al menos, el caso de "La lengua de las mariposas" es, si cabe, todavía peor.
Peor por encontrase en el propio cartel, peor por ser columna vertebral de la historia que se cuenta, peor por lo inevitable que resultaba verlo y saber, verlo y unir los evidentes puntos.
























La lengua de las mariposas es una película de Jose Luis Cuerda del año 1999.
Narra la historia de Moncho, un niño de ocho años que se incorpora al colegio tras una larga enfermedad, y cómo entabla una relación de fascinación y aprendizaje con el maestro interpretado por Fernando Fernán Gómez.

Ese descubrir el mundo a través de los inocentes ojos de Moncho estará, para el espectador, inevitablemente truncado, pues con un poco de retentiva la impactante imagen del cartel nos llevará a entender cómo acabará esa historia de amistad y conocimiento en los albores de la Guerra Civil española.

Sigo diciéndolo: No había necesidad.
Con lo fácil que hubiese sido elegir otro cartel como el que se usó para la versión americana.
La imagen de un cartel debe acompañar, recrear, sugerir y enganchar. Nunca contar.
























Hace poco me llamó la atención otro caso, más sutil, más singular, y del que prefiero hablar poco.
Se trata del magnífico cómic de Montesol "Speak Low".
Si pensáis leerlo quizá deberíais abandonar esta entrada ahora.

El caso es que, aunque explicativa e importante, la portada de Montesol pasa desapercibida durante gran parte de la historia, y no será hasta bien entrada la narración cuando le demos cuerpo y sentido a la que en principio se presenta como una imagen sin demasiado peso.
Un riesgo sí, pero muy bien llevado (al menos en mi caso, que me engaño totalmente).
























Cuidado pues con esa imagen que cuenta más de lo que debe, cuidado con el poder narrativo de un simple fotograma, porque puede, a modo de Homer Simpson en la puerta de un cine, destrozar toda una historia.
Las imágenes, también, deben saber callar.

martes, 26 de febrero de 2013

Blancanieves: Era verdad lo que nos dijeron.

Las reglas, las teorías, las normas, están, sobre todo, para conocerlas.
Esa es, sin duda alguna, su faceta más importante.
Porque una vez conocidas y asimiladas, tienes toda la potestad del mundo para hacer uso de ellas, o no.
Y es que las reglas están para cumplirlas, quizá, pero también para saltárselas.
Pero hasta el más incauto debe saber que para saltarse una regla, lo mejor es conocerla.

Yo, que soy bastante laxo en cuestiones de normativas y cumplimientos, suelo ser, sin embargo, inexorable en la necesidad de su conocimiento.
Porque así y solo así sacaremos el mayor rédito posible a su no cumplimiento.

Aunque, curiosamente, no sea el caso que hoy nos ocupa.
En el caso de hoy, la regla se cumple a rajatabla.
Y funciona.
Vaya si funciona.

El lenguaje narrativo da mucho juego en el sentido que venía hablando. Todas las normas referentes al espacio y al tiempo narrado están más que bien estructuradas. Pero, insisto, es precisamente esa milimétrica organización la que permite perturbar y descolocar al espectador cuando hagamos un uso díscolo de ellas.

No es, insisto, el caso de Blancanieves, la película de Pablo Berger.
Hay un elemento que, por muy evidente que resulte, se adecua perfectamente a la norma y funciona.
Se trata, en este caso, del uso expresivo del punto de vista en la narración.

Sabiendo como sabemos que tenemos el punto de vista normal, el contrapicado (de abajo arriba) y el picado (de arriba abajo) y conociendo de sobra qué expresan cada uno de ellos (alejamiento emocional el picado, implicación el contra), en esta película de 2012 encontraremos una utilización clásica, normativa, y no por ello menos impactante del contrapicado, en relación al personaje de la madrastra.

Sabemos que esa implicación emocional que lleva consigo viene del ángulo de sumisión, de entrega, de miedo y respeto ante lo que se observa, de no poder escapar ante lo que se nos muestra.
Y así, a través de ese punto de vista, el personaje crece.
Así, a través de ese contrapicado, creamos la maldad de un personaje mimado en cada encuadre.







Diseminados a lo largo y ancho de la película encontramos cómo casi en cada escena en que aparece la madrastra interpretada por Maribel Verdú, la veremos desde este punto de vista.
Y reafirmará esa constancia nuestro temor y fascinación por el personaje.

La misma fascinación que nos dijeron que daba ese contrapicado, y que efectivamente cumple.
Porque en este caso, y no es que sirva como precedente, era verdad lo que nos dijeron.

domingo, 10 de febrero de 2013

Juno: la narración recortada

Ya hemos hablado por aquí del inmenso poder narrativo de la imagen fija, así que qué decir de la que se presenta secuenciada.
Usada desde luego desde muchos puntos de vista (en grandes artes como el cómic, extendida históricamente en la fotografía) la imagen secuencial -la presentación de imágenes fijas en una secuencia, con un tiempo, una cadencia y/o una disposición determinada- permite al observador jugar y completar lo que falta, lo que une, lo que enlaza una imagen con otra.

Y muchas veces en ese tiempo no mostrado, en ese espacio eliminado, está gran parte de su carga narrativa.
Nos cuenta lo que vemos a través de lo que se nos veda.

Quizá en otras ocasiones la unión es más simple y más directa, pero sin perder por ello la fuerza narrativa.
Así ocurre, por ejemplo, en determinadas escenas que aparecen en la película Juno, de 2007, dirigida por Jason Reitman y escrita por Diablo Cody.

Estaa película narra las vicisitudes de Juno, interpretada por Ellen Page cuando descubre que está embarazada.
Con un ritmo fresco y desenfadado nos adentraremos en ese mundo adolescente lleno de dudas, curiosidad e inseguridades, mezclándolo sabiamente con los miedos y la incomprensión de los adultos.

En un momento determinado, la adolescente protagonista habla de las animadoras (ese icono tan estadounidense), pero dándole la vuelta, pues ella sostiene que en el fondo quieren ser nerds (vinculado a ese estereotipo retraído, poco social).
Y lo va a mostrar a modo del juego de recortable de muñecas, donde a una imagen tipo se le añaden o cambian determinadas partes.
Así, la animadora que en el fondo desea cambiar, pasará a tener gafas, ropa de chico, se teñirá el pelo de negro, tocará el violonchelo, para acabar sus días de bibliotecaria.
Y todo ese paso, toda esa transformación ocurrirá con la muestra consecutiva y sin solución de continuidad de los diferentes pasos de dicho cambio, acompañado simplemente por la voz en off de la protagonista que va contando -dirigiendo- aquello que se nos muestra.
El fondo en negro permite al espectador concentrarse en la figura de ella y observar de mejor manera los cambios que se producen.

Una narración ágil y un recurso directo que acompaña perfectamente la idea de transformación que la teoría de Juno defiende.












Y tras la última imagen la película regresa a la realidad, a ese instituto lleno de sueños e inseguridades, donde la protagonista deberá dejar aparcado su mundo de teorías y fantasía para afrontar la dura realidad de quien crece sin darse cuenta.

sábado, 2 de febrero de 2013

Ciudadano Kake: El espejo

Dentro de todos los objetos/elementos con una carga innegable de carácter denotativo (el ojo, la sombra, el puente, el árbol, etc.) el espejo se erige, casi con toda seguridad, en uno de los que mayor juego ofrece en la representación fílmica.
Que la pantalla sea al mismo tiempo una superficie que cuenta y que refleja, que cuando miremos nos estemos viendo a nosotros mismos, hace que ante un espejo dentro de la pantalla las simbologías se disparen.
El espejo es una muñeca rusa infinita.
No vemos solo lo que refleja. Vemos lo que refleja de lo que refleja y en ello, al final, estaremos viéndonos siempre a nosotros mismos.

Aunque las lecturas que su superficie refleja son mucho mayores.
Como ocurre en esta clásica y memorable escena de "Ciudadano Kane", dirigida por Orson Welles, donde el espejo actuará como desfragmentador absoluto, en el fondo y en la forma, del personaje protagonista.

Ciudadano Kane, rodada en 1941, pertenece por derecho propio a la historia del cine, en tanto que paradigma que explota recursos narrativos hasta entonces no desarrollados.
Narra, como es sabido, la vida de Charles Foster Kane (basada más que maliciosamente y sin permiso en la del magnate de la comunicación William Randolph Hearst) con numerosos flashbacks y alteraciones temporales.

En esta escena, cercana al final de la película, vemos a Kane abandonado por su amante, una cabaretista por la que dejó a su mujer.
Kane le ruega, le implora y le exige que se quede (en una dualidad clara del poder y la debilidad del personaje) pero ella lo deja solo.
Tras el abandono, el personaje interpretado por Welles destroza la habitación y, ante la atónita mirada de los sirvientes de su mansión, cruza un largo pasillo donde se encuentran dos espejos enfrentados.

La cámara sigue al protagonista y podremos observar cómo esos dos espejos arrojan la imagen de Kane multiplicada hasta el infinito.











Kane pasa y la cámara permanece, mostrándonos el espacio completamente vacío.

Es evidente, en este caso, cómo el espejo ahonda en la desfragmentación de un personaje que, tras el abandono, pasa a ser uno más, un ser vulgar, corriente, uno como cualquiera otro, y deja de ser ese hombre único, poderoso e intocable.

La despersonalización se plasma en ese caminar lento y en esa multiplicación.
Curiosamente, además será el momento temporal donde (a excepción del arranque de la película) veamos al Charles Foster Kane de más edad.

Eso marca todavía más esa pérdida de identidad (la multiplicación como pérdida) motivada por un espejo que, en este caso, refleja la desintegración como ninguno otro.

sábado, 10 de noviembre de 2012

Limbo vs. El amigo de tu hermana vs. Los Soprano: Fundidos a negro, fundidos a blanco

Hoy toca hablar de tres finales pero sin destripar nada. Lo aseguro. Ni un ápice.

Limbo.
El amigo de mi hermana.
El final de la serie "Los Soprano".

Los tres acaban con un fundido.
En el caso de "Limbo", la película dirigida por John Sayles en 1999, será un fundido a blanco, lento, ambiguo, neblinoso como la escena que lo acoge.
En "El amigo de mi hermana" (¿por qué esta traducción del original "Your Sister's Sister", por qué?) será un fundido a negro, abrupto, cómico e intrigante.
Y en el caso de "Los Soprano"...
Bueno, qué decir de el final de Los Soprano que no se haya contado ya.

En los tres casos el fundido significa lo mismo. En los tres casos el fundido es un punto y aparte. En los tres casos el fundido no es el final sino el comienzo.
La pega, también en los tres casos, es que es un comienzo que nos está vedado, un comienzo (la película acaba pero empieza otra cosa) que no podremos sino imaginar. Porque se trata de que la historia siga viva. Con nosotros (en nosotros) y sin nosotros. Por supuesto.
Y va a ser precisamente ese fundido la frontera entre lo que nos han contado hasta ahora (una ficción, una parte de la historia, concreta, con una duración determinada) y lo que queda por venir (que es, en realidad, toda la vida).

También un nexo común de esos tres fundidos es que resultan inesperados (bueno, quizá en algún caso más que en otro). De cualquier manera están pensados para dejar al espectador con ganas de más, con ganas de saber, con ese pensamiento de "ahora no" que te asalta siempre con los finales sobrevenidos.

Aunque haya también sus diferencias:


Como hemos dicho, en el caso de "Limbo" es un fundido a blanco, lento e inquietante. Los tres protagonistas miran al cielo con una expresión ambigua. Todas las preguntas que nos hacemos como espectadores están encerradas en sus expresiones. Nuestras preguntas son sus preguntas, y cuando la niebla (el fundido a blanco) inunde nuestra pantalla será el momento de aceptar que la respuesta no llegará nunca.
Ellos, los protagonistas de la historia, no la sabrán nunca, por mucho que a nosotros, los observadores, nos pese.


No es esta la imagen final de "El amigo de tu hermana". Era demasiado explicativa como para ponerla aquí sin destripar una parte importante de la historia.
En esa imagen final están los tres protagonistas esperando algo que, cómo no, nos será vedado.
Nos será arrebatado de golpe, con un fundido a negro por un lado esperado pero por otro claramente inoportuno.
Aunque hay otra gran diferencia con "Lone Star". En este caso, habiendo terminado la película, entendemos que los personajes saben cómo acaba la historia. Nos han ejecutado el fundido justo antes de su reacción, así que para cuando nos damos cuenta de que ya no sabremos cómo acaba, pensamos irremediablemente que ellos sí, que ellos sí lo saben.


Con Los Soprano la vuelta de tuerca es  mucho mayor.
Por supuesto que hay mucho de boutade, mucho de fanfarronería y de lo hago porque puedo en esta manera de terminar una serie de siete temporadas.
Pero puestos a dejar libres los personajes, decididos ya a no continuar con la historia quizá sea esta manera mucho más contundente que un final de los denominados cerrados.
Aquí hemos conseguido que todas las posibilidades estén abiertas, que todos los caminos sean posibles, que las distintas continuaciones se hagan presentes (y que por tanto cada espectador escoja la suya) por lo que no tendría mucho sentido retomarla.

En ese gesto imposible de Tony Soprano que casi nos mira, sentimos cómo nos está invitando, en realidad, a hacer su vida eterna.
Y nosotros, con gusto, le seguimos.
Como siempre, hasta el fundido en negro.

sábado, 27 de octubre de 2012

Una historia de violencia: siempre a remolque

Siempre a remolque de lo que no se cuenta. 
Siempre a remolque de lo que no se ve. 
En la narrativa audiovisual nos terminamos encontrando casi siempre que lo que no se nos enseña, que lo que ocurre -porque sabemos que ocurre- pero no vemos -porque de una forma u otra está escondido- cobra más protagonismo, más importancia y mayor peso en la narración que lo evidente, que lo que se muestra sin ambages.
Es jugar con la curiosidad del espectador.
Es hacerle sentir que se está perdiendo algo importante de la narración, que se le está dando una información incompleta, y ya lo tendremos enganchado a la historia.

Son muchas las herramientas que podemos usar para ello, pero los "fuera de campo" son esenciales.
El espectador ve por (a través de) una pequeña ventana llamada encuadre.
Y toda la información está ahí.
Pero lo que rodea a ese encuadre, el espacio físico en el que se circunscribe tiene también su importancia. Y ahí está la insatisfacción perenne del espectador que no puede ver a través de las ventanas, que no puede girar la cámara, que no puede atravesar muros o puertas.
Siempre habrá más de lo que abarcan nuestros ojos.

Mucho de eso hay en el magistral arranque de la película "Una historia de violencia", del director canadiense David Cronemberg.
En un plano secuencia lento y contenido, vamos a contemplar un comienzo de día tranquilo y perezoso tras el que sabemos -por el ritmo, por la música, por las pausas- que algo malsano esconde.

El plano secuencia, probablemente para significarse como tal (tras este arranque entendemos que no va a haber cambio de plano), empieza desde la puerta de una habitación del típico motel de carretera estadounidense, hasta otra puerta, desde la que van a salir dos personajes.




En ese momento la cámara se para (lenta, siempre lentamente) y vemos salir a los dos personajes, uno mayor y bien vestido, otro más joven e informal.




En este punto la cámara va a cambiar su movimiento. En vez de seguir desplazándose, como lo hemos visto hasta ahora, se mueve hacia atrás, en un seguimiento del protagonista joven, que de un modo pausado se dirige hasta el coche.



Vemos cómo el encuadre vuelve a abrirse, apreciamos cómo se incluye de nuevo al personaje más maduro en él, y comprobamos que el encuadre vuelve a quedar fijo por un tiempo considerable.
Será también, en ese momento, cuando aparezca el título de la película.



Tras un breve diálogo, el hombre del traje dice de ir a pagar el motel, mientras que su compañero entra en el coche y lo dirige a la puerta de la recepción.
En cuanto el coche arranca la cámara vuelve a ponerse en movimiento, de nuevo transversalmente, siguiendo al coche en su (otra vez) lento desplazamiento.
De algún modo sentimos que la cámara acompasa el transcurso de los acontecimientos. Acompaña toda la acción y nos permite seguirla a una distancia siempre razonable.






Cuando el coche frena y se para, la cámara lo hace con él.
Este tiempo muerto es clave en la narración.
El hastío del joven es evidente, y la música ahonda en nuestra intranquilidad.
Nada está ocurriendo.
El coche está parado, el otro personaje lo sabemos dentro de la recepción, pero nosotros nos estamos perdiendo todo.
La cámara quieta, el personaje quieto, y la puerta al fondo señalando precisamente lo que no podemos ver, lo que se nos oculta, lo que está vedado a nuestros ojos.
Sabemos que no va a haber un cambio de plano.
Sabemos que la cámara sólo sigue la escena desde un punto prudencial.
Sabemos que ha pasado demasiado tiempo para que no esté pasando algo dentro.
Pero no sabemos qué.




Por fin sale el otro personaje del interior, y su acompañante -en otro gesto indolente, lejano a cualquier emoción- simplemente se cambia de asiento para dejar libre el del conductor.
El hombre que acaba de salir deposita algo en la papelera (otra intranquilidad más -no vemos qué es, no sabemos qué significa-), se quita la chaqueta y se incorpora al coche.



En este instante, tras otra pausa interminable (apenas si hablan entre ellos, desde luego para nada de lo que dentro ha ocurrido), el hombre mayor se da cuenta que no tienen agua y le dice al joven que vaya dentro a rellenar la botella.



Otra vez la cámara se pone en funcionamiento, otra vez siguiendo al joven.
Esta vez se coloca estratégicamente a su espalda, y continúa el seguimiento de sus pasos hacia la puerta.
Ahora mucho más que antes se nos hace patente que algo ha ocurrido tras esa puerta. Esa puerta a la que lento y despreocupado se dirige nuestro protagonista.
Y vamos acompañándolo hasta que en un momento determinado, la cámara se frena.
la cámara se para y, desde esa distancia prudencial tantas veces señalada, observamos cómo el personaje abre la puerta y se introduce en las sombras.





Y será aquí donde -quién sabe si decir por fin- el plano cambia.
Termina el plano secuencia de acompañamiento para situar la cámara dentro de la recepción, casi frente al joven que entra.



De cualquier modo, éste sigue sin cambiar su rostro de tranquilidad y aburrimiento.
Esa falta de expresión, esa apatía, de nuevo junto a la música y con lo que ya sabemos, llena más si cabe de intranquilidad la escena.
Lo vemos parado frente al mostrador de la recepción cuando parece descubrir dónde está el agua y se dirige a por ella.



La cámara vuelve a acompañarle, y en el barrido que se produce, él desaparece del encuadre mostrándonos -por fin y sin ambages- todo el resultado de nuestras sospechas.
Él desaparece de plano y podemos observar las consecuencias de la primera visita.
No solo vemos el resultado, sino que en este preciso instante volvemos a ver lo que no nos ha sido mostrado antes.
Rellenamos las pausas anteriores con todo su crudeza.
La misma que hace que la cámara, con el mismo hastío que anteriormente el joven, nos muestre abierta el resultado de la escena.