Material didáctico y/o de entretenimiento alrededor del cine y la imagen


jueves, 31 de mayo de 2012

Vanya en la calle 42: Teatro, cine, realidad y ficción

La dicotomía entre realidad y representación está presente desde el nacimiento mismo del arte.
Los llamados niveles de iconicidad o el concepto de verdad son juegos alrededor de esa misma idea.

En el caso del cine, es verdad, mucho se ha trabajado sobre este concepto.
Desde el mismo momento que se proyecta sobre una pantalla (por mucho que ésta funcione también como espejo) lo que estamos viendo es una representación.

Cuando vemos en una película unos personajes que van al cine a ver una película, nos introducimos en el resbaladizo mundo de las representaciones dentro de las representaciones y, así, la película que ven los personajes de nuestra película será para ellos la representación y la reafirmación de una realidad que para nosotros, se muestra como claramente ficcionada.
Qué mejor ejemplo de ese juego que "La Rosa Púrpura del Cairo".

Pero hoy vamos a analizar una escena, precisamente el arranque, de la película "Vanya en la calle 42", dirigida por el maestro francés Louis Malle.
En ella podremos observar cómo unos actores se dirigen a representar una obra de teatro (el Tío Vanya de Chejov que da título a la cinta) y no será hasta entonces que comience la función.

En el arranque de la película vamos a ver a los distintos integrantes de la compañía (actores, director, amigos, etc.) venir andando por la calle -cada uno de su realidad- para encontrarse en el teatro.
A esta primera concatenación de planos se le otorga la mayor naturalidad posible, rodada cámara en mano entre viandantes reales (no extras) para reflejar precisamente esa distinción de realidad, como contrapunto a la representación de la obra de teatro que tendrá lugar después.

















Después de esto apreciamos cómo todos (cada uno venía de su mundo, de su realidad) se encuentran en el vestíbulo del teatro y entran en el imponente espacio del mismo.
















Una vez que nos hemos situado en el escenario, volvemos a los personajes (los actores que interpretarán a los personajes) y comprobamos cómo, todavía por pequeños grupos, continúan con sus conversaciones de lo más triviales y cotidianas, redundando de nuevo en esa realidad mundana.


















En este punto llega el primer juego evidente dentro de la narración, que marcará el paso de un relato a otro.
Vemos un primer plano (un plano tan cerrado no lo habíamos visto hasta ahora) de uno de los actores (¿o es ya un personaje?) con los ojos cerrados.














Esos ojos cerrados nos marcan claramente la frontera entre el mundo cotidiano, esa realidad, y el mundo de los sueños, lo onírico, lo ficcionado.
Para remarcar todavía más esta idea, este personaje se recuesta sobre el banco.

















El movimiento de cámara que ha acompañado el sueño de este personaje continúa, y la cámara sube hasta dos de los actores que, en este momento, siguen con una conversación cotidiana.

















Es posible que la sensación que tengamos sea la de una confusión deliberadamente medida e intencionada.
A través del sueño del anterior personaje, ¿qué vemos ahora?: ¿son actores hablando antes de la representación o son personajes que hablan a través del libreto escrito?
¿No son ambos, actores y personajes, integrantes de la farsa misma de una representación, de la película que estamos viendo?















Un poco más metidos en la conversación de los dos, pronto vamos a descubrir el trampantojo de esta representación.
Lo primero que vemos es un plano general (algo más parecido a un escenario) donde apreciamos a los tres protagonistas de esta parte de la historia.














Uno de ellos va a besar a la mujer mayor, y precisamente será ese beso el que nos despeje definitivamente la incógnita de dónde está la representación y donde la representación de la representación.














Así, este momento es la excusa perfecta para cambiar de plano y aprovechar que los dos personajes ocupan con su espalda casi la totalidad del encuadre.














Y será en el momento en que el hombre recupere su posición, cuando se abrirá el campo, se -nunca mejor dicho- descorrerá el telón pero, en este caso, no tanto para ver a los actores en el escenario (efectivamente, los estábamos viendo ya) sino para ver al público (el director de la compañía y los otros actores), que observa encantado la escena.

















Y es en este momento mágico, donde nosotros -como espectadores- observamos a los espectadores que a su vez observan la representación, donde nos damos cuenta (una vez más y van dos mil doscientas) de que, efectivamente, todo es ficción.
Y que en esa huida de la realidad, nosotros nos vemos reflejados.

martes, 29 de mayo de 2012

Oro en Barras
















Que el salón de tu casa se convierta en una sala de cine no tiene que ver, en la mayoría de las ocasiones, con el tamaño de tu televisor ni con la calidad del sonido.
Vale, sí, a veces ayuda.
Pero si para mí hay una característica que define al cine, es su capacidad de abstracción.
Me gustan las salas de cine porque la sala desaparece.
Cuando la narración te atrapa, el espacio se diluye y la arquitectura se desvanece. Las sillas, tu acompañante, tus problemas o las posibles incomodidades se olvidan, engullidas por la historia proyectada.
Cuando una película te engancha de nada sirve lo que supuestamente sabes de planificación, estructuras narrativas o lenguaje fílmico.
Te metes dentro y ya.
Es magia y punto.

Es posible que esa sensación sea más difícil de conseguir en casa, donde uno está rodeado de factores externos que lo pueden despistar fácilmente y más fácil en una sala de cine, en principio predispuesta para eso. Pero si lo que te cuentan tiene la suficiente fuerza, ya puede sonar el teléfono, ladrar el perro o que te llame tu madre que has convertido tu salón -haciéndolo desaparecer- en una auténtica sala de cine.

Y esa es exactamente la sensación que tengo del visionado que, a mediados de los 90, hice de la película Oro en Barras en casa de mis padres.

En lo que ahora recuerdo como un pequeño televisor de 28'', sintiéndome y sentándome cerca para no perder los subtítulos.
Desapareció el salón, desapareció la casa, desapareció Nerja entera.
El finísimo guión de esta película de la Ealing, la perfecta dirección de Charles Crichton (al que yo ya conocía por "Un pez llamado Wanda"), los tiempos medidos, la narración imparable, las actuaciones de Alec Guinness y Stanley Holloway, ese blanco y negro entrañable, ciudades como Londres, París o Río.
Y la risa.
No recuerdo mucho más allá de la risa.
Con el salón desaparecido y metido hasta la médula en la historia.
El asombro, la incredulidad y ese no parar de sonreír que deben llevar consigo las comedias inteligentes.
Acidez y ternura, giros y requiebros, contundencia y finura.
Es mejor no contar nada y simplemente recomendar que la veáis en perfecta sintonía con una tarde ociosa, con una noche insomne.

Aquella historia -para mí- acabó muy pronto, cerrando su círculo como solo ella sabía hacerlo.
Poco a poco el salón volvió a recobrar sus colores, su entidad corpórea, su espacio antes diluido.
Mi cuerpo se volvió a aposentar en aquellos sillones, pero mi mente seguía volando en aquella película.
Y yo quería más, quería más y quería más, como siempre te pasa cuando desaparece el mundo.

jueves, 17 de mayo de 2012

The good wife: Una puerta, o el capote hacia un secreto

Los planos son continuidad temporal, la mayoría de las veces, o así nos lo enseñaron.
Pero también pueden ser un capote.
Hay planos que sirven de acomodación, de introducción, en entradilla para lo que vamos a ver a continuación.
Planos que nos dicen sin contar, que nos avisan sin concretar, que nos dan la mano y nos llevan a otro lugar donde lo importante es otra cosa.
Es un "ya sé lo que voy a ver sin que me lo digas", un "me has dejado en el sitio correcto para que lo entienda todo".
Aunque ese todo lo entiendas durante el momento del capotazo o cuando ya te han dejado de frente con la historia.

Son planos que acompañan y que cuentan, y de más importancia de lo que pueda parecer a primera vista.
O eso pensaba mientras veía la tercera temporada de la imprescindible serie de abogados (pero no una serie de abogados cualquiera) "The Good Wife", cuyos personajes (como pasa al final con muchas series) se han convertido ya en parte de mi familia.

En este caso va a ser una conversación entre Alicia Florrick, la protagonista, y Diane Lockhart, una de las socias del bufete donde trabaja Alicia.

Inciso: 
Debo aclarar que el plano que voy a analizar es, fundamentalmente, un movimiento de cámara. Habían desaparecido estas entradas del blog por culpa de no subir ya vídeos, pero he decidido avanzar con este impedimento y poner los movimientos también en secuencia de imágenes. 
Fin del inciso. 

La escena en cuestión comienza en el apartamento donde vive Alicia, que acaba de tener una conversación con su hijo. Es tarde y acaban de cenar. En ese momento suena el timbre -algo raro para esas horas- y Alicia abre la puerta.














Efectivamente, es Diane. Pidiendo disculpas por las horas y la intromisión, sucede un preámbulo con una conversación más o menos trivial donde las dos mujeres permanecen en el mismo sitio, a lado y lado de la puerta.
Se sucede un plano contraplano típico.















Como muchas veces dentro del audiovisual de los últimos años, la cámara no deja de moverse y de irse acercando poco a poco, muy lentamente sin que apenas nos demos cuenta. Los planos / contraplanos se suceden y la conversación acaba con un encuadre mucho más cerrado sin que apenas lo hayamos podido percibir.















Pero, efectivamente, a la par que acercamos nuestra mirada a la conversación de estas dos mujeres, el interés de la conversación sube (y con él el nuestro) hasta que parece no quedar más remedio que Diane pase, pues tienen que hablar de algo importante.
En ese momento el plano se vuelve a negro por corte, abruptamente.
Vale, puede que también motivado por la posibilidad de introducción de pausas publicitarias, pero también nos indica un punto de inflexión, una pausa necesaria para el plano más importante, el más narrativo, ese capote que nos va a llevar al culmen de la escena.














Y ese no es otro que una puerta.
La visión de esa puerta.
El contemplar -desde fuera, por supuesto- la puerta de la habitación donde imaginamos está teniendo lugar la continuación de la conversación entre Alicia y Diane.
Es un plano abierto, ligeramente contrapicado y la música nos hace sentir igualmente que algo importante se está diciendo (o se está a punto de decir) en esa habitación.

Entonces sucede. Tras la contemplación durante un momento de la puerta (hemos entendido que detrás de ella están las dos mujeres) la cámara se va acercando lenta, muy lentamente.
Con la misma parsimonia que se movía alrededor de los personajes en el plano/contraplano del princio se inicia un movimiento que nos da a entender que, aunque los secretos que se van a contar están más allá, aún tenemos (nosotros, como espectadores) alguna posibilidad de conocerlos.

Y es un movimiento igualmente que potencia esa curiosidad, ese pegar el oído a la puerta que se nos muestra, ese saber si el capote que nos acaban de lanzar nos dejará con la miel en los labios o podremos atravesar ese muro de confidencias y secretos.















Y entonces sí.
Tras ese movimiento lento e interminable, también por corte, entramos dentro de la habitación.
Y allí están ellas.
¿Hay secretos tras la puertas? sí, peor un capote nos ha permitido entrar y hacernos cómplices.


P.D.
Recuerdo haber analizado la comparativa entre la cabecera de la primera con la segunda temporada de esta serie. Con la tercera ya terminada me parece que sí, que pronto habrá que hacer un contranálisis.

jueves, 10 de mayo de 2012

Bored to death: entrando en los detalles

Cuanto más lo escribo, más de acuerdo estoy: Qué importante es cuidar los detalles.

En un audiovisual (¡como en tantas otras cosas!) debemos ser consciente de que no solo es importante QUÉ nos cuentan sino CÓMO. No se trata de darle tantos por ciento a cada una de las cuestiones, no es una lucha de egos, no de elección, sino simplemente de entender que ambas son importantes. Que toda elección (encuadre, focal, color, desenfoque) en el CÓMO invariablemente influirá en nuestra lectura del QUÉ.

Por eso, imagino, me gustan los productos medianamente elaborados. Pensados y sentidos, sí, aunque suene cursi.
Por eso me gustan los juegos que se plantean en una narración más allá del abc ya conocido.

Esto se me hace muy patente en el caso de las llamadas sitcom, esas comedias de situación que normalmente se desarrollaban en un único escenario, con casi un único punto de vista y risas enlatadas.
Grandes guiones, grandes diálogos y grandes series ha dado este formato, qué duda cabe, pero a mí siempre se me quedó un poco pobre.

Quizá por ello, las comedias aparecidas de un tiempo a esta parte que se han echado a la calle, que han construido un universo más allá del teatrillo me suelen enganchar más: Arrested Development, 30 Rock, Community o hasta Modern Family son muestra de ello.
Y por supuesto esta de hoy, Bored to death.

La búsqueda de localizaciones, la iluminación, los juegos narrativos, la dirección artística en general no tienen nada que enviadiar a las series supuestamente "serias" de cincuenta minutos.
Nos encanta el QUÉ y nos gusta el CÓMO, es más: nos gusta el QUÉ también a través del CÓMO.

Y todo esto surge -aunque no solo- viendo la conexión (naif, simple y sin más historia) que se estable en esta serie entre dos secuencias.
La encontramos en el capítulo 2 de la segunda temporada de esta serie.
El -fantástico- personaje interpretado por Ted Danson está en la consulta de una doctora y -aunque no lo sabe- está a punto de ser sometido a un reconocimiento rectal.














El primer plano ha sido como casi siempre de situación, para ver la consulta y a los dos protagonistas de esta secuencia. A partir de ahora comprobaremos como George (Ted Danson) se da cuenta de lo que está a punto de suceder.
















En el siguiente plano volvemos a un encuadre más general para comprobar la acción en todo su apogeo. La doctora introduce su mano vehementemente y en el plano siguiente veremos su expresión, de poder sobre el paciente.















Aún con la mano dentro de su cuerpo, observamos la expresión de Ted Danson, de miedo y sumisión (aunque también de cierta atracción), para dar paso de nuevo a la doctora, con un rictus de felicidad que le da comprobar el papel de poder (y de seducción) que en ese momento tiene.















Hasta ahí bien.
Hemos asistido a una escena medianamente cómica (contada en planos con diferentes encuadres y diferentes puntos de vista), y la secuencia cambia radicalmente para pasar a la puerta de una habitación donde el escritor/detective Jonathan Ames (el protagonista de la serie interpretado por Jason Schartzman) va a entrar sin permiso en busca de pruebas para una infidelidad.

Bien podríamos habernos encontrado a Jonathan subiendo las escaleras del piso o en cualquier otra situación.
Pero no.
Para "conectar" no solo en la forma sino sobre todo en el "fondo" con la secuencia anterior, el director opta en este caso por un plano detalle de la mano del detective metiendo la llave (despacio y con contundencia) en la cerradura.
















Y ya no es solo el vínculo que se establece entre la acción de la doctora que acabamos de ver, sino que también conecta invariablemente con la acción -la infidelidad- que pronto veremos.
Un plano tan sencillo y tan directo no ofrece un juego (quizá pueril, vale, quizá tonto) que va más allá de la propia narración.

Y a los que nos gustan los detalles, ese mirar un poco más allá, reconocemos que nos encanta.