Dos de la madrugada de un fin de semana cualquiera.
Solo en Nerja, en casa de mis padres. No recuerdo el año.
Lo único que recuerdo es el final.
Lo único que aún hoy retumba en mi cabeza y sigo recordando es el final, el amargo final...
Y resulta además curioso (porque creo que es en la única película que me pasa) que cuando la he vuelto a ver -dos, quizá tres veces más- siempre que llega el final guardo la leve e ingenua esperanza de que aquello cambie, de que la historia termine de forma distinta, en aquel sótano infecto lleno de gente, que no, que se arrepienta, que no lo haga...
Guardo la íntima esperanza de que una película rodada y montada en 1978 renazca de su acetato e ilumine con fotogramas nuevos un final alternativo.
Pero no ocurre.
Y el desasosiego es siempre el mismo.
Y de cómo aquella noche me despertaba y conmovía en cada escena de la película hasta llegar a ese descorazonador final, plagado de determinismo y amargura.
La noche ha sido siempre un magnífico terreno para ver cine en casa, aunque bien es cierto que con el peligro añadido (según la cinta y las horas) de que los párpados se cierren en contra de la voluntad de uno.
No fue el caso, desde luego, con una película como esta.
Incredulidad, risas, identificación, angustia, llanto, desesperanza o enfado: cuando las emociones se viven a flor de piel te mantienen pegado a la butaca/sofá y ya nada importa.
Y no es solo el final.
La película se convierte en un retrato certero de la amistad, del desencanto de una sociedad frente a lo que no comprende, de la huella brutal que la guerra deja en los combatientes, de la pérdida, de los reencuentros, del límite de lo soportable, de lo que dejamos atrás...
Estructurada claramente en tres partes, sus 183 minutos se reparten entre la presentación de los personajes, la cruenta guerra de Vietnam y la huella que esta deja en los amigos que en ella participan.
Intensa, conmovedora, profunda, triste y densa.
"El cazador" se convierte en una epopeya que disecciona de un modo directo y nada complaciente a la sociedad americana.
Muchas cosas, sí, en aquella película, pero para mí, en el salón de casa, se reducía a una película de personajes, a la película de Michael y Nick, de su espanto, de su mirar a la muerte a la cara, de su sufrimiento infinito.
Una película de personajes que los haces tuyos (un poco de éste, otro poco de aquel, algo quizá del otro) para que te acompañen en tus horas, para que los acompañes en su odisea.
En el salón de casa puedes ver sus ojos tristes, y sufrir con ellos.
Evidentemente la película acabó, y yo no pude dormir.
Había que subir a la azotea, respirar el aire con olor a dama de noche, sentir el poco fresco de la brisa veraniega y darle a la realidad un paso, un cruce, un puente lento.
Volver al mundo real tras un shock de ese calibre no era fácil.
Y si no hay bolsillos donde meter las manos, al menos que en el cielo alguna estrella permita volar a tus pensamientos mientras tu cuerpo vuelve.
Y la realidad tardó en llegar.
Cada vez que cerraba los ojos allí estaban Michael y Nick, enfrentados a su destino...