Material didáctico y/o de entretenimiento alrededor del cine y la imagen


domingo, 31 de octubre de 2010

El Último Tango en París: la afección inevitable



Vi "El último tango en París" en mi casa de Granada, una tarde de finales de los ochenta, en una pantalla de televisor de catorce pulgadas.
Nunca más la he vuelto a ver.
Y creo que aún hoy me dura su huella en mi rostro.
Una huella terrible, dura y deprimente.

No sabía apenas nada de aquella cinta.
Era una época entonces en que habitaban en mí unas ganas locas de conocer y empaparme de mil cosas distintas, pero mi ingenuidad, mi juventud y mi torpeza hacían que todavía fuese mucho el camino que había de recorrer.
Así que apenas sabía nada de Bernardo Bertolucci, su director, quizá un poco más pero no lo suficiente de Marlon Brando, su actor principal, y lo único que sí me había llegado, inevitablemente, era su fama de provocadora, impúdica y salvaje en el tratamiento del sexo.
Pero nada más.

Y con esos ojos me enfrenté a la primera emisión que hizo televisión española de aquella cinta.
Y con esos ojos me fui metiendo en esa historia de desolación y autodestrucción que inundaba y traspasaba la pequeña pantalla de aquel televisor.
Y con esos ojos me asombraba ante las reacciones viscerales, extremas, malsanas y contradictorias de aquella historia, de aquellos personajes, que estaban muy muy lejos de lo que yo había podido vivir, de lo que yo había podido sentir hasta entonces.

Pero pese a todo la historia me capturó, me subyugó, me hipnotizó y me atrapó irremediablemente.
Y la espiral de dolor, maltrato y desamor consiguió tocarme en lo más hondo.
Me desarmó.

Recuerdo perfectamente como estuve en una especie de estado de shock los tres días siguientes al visionado de aquella película.
Ya digo que a día de hoy me reconozco todavía afectado por esa historia pese a no haberla vuelto a ver, pero es que en aquellos tres días no conseguí por mucho que lo intentase sacarme sus escenas de la cabeza.
Triste, deprimido, noqueado, ausente.
Y aunque consiguiese reponerme, aquella huella extraña (de lo desconocido, de lo no reconocido, de lo lejano, de lo imposible) permanecería grabada en mi retina.

Y recuerdo a Marlon Brando. Su interpretación majestuosa (¡y eso que la vi doblada al castellano!), inconmensurable y rotunda. Su monólogo ante la esposa fallecida, sus gritos bajo el metro, esa pose decadente y frágil de la destrucción inevitable.
Su soberbia.
Su dolor expandido, su mirada triste, sus miserias expuestas.
Y recuerdo a María Schneider. Su vitalismo, su inconsciencia, su atracción por el lado oscuro, su ingenuidad y su fascinación que es la nuestra frente a la crueldad y a la bestia que lo expele.
Su superficialidad, su estupidez.

Y recuerdo el mundo derruido a su alrededor.
Y recuerdo el mundo derruido a mi alrededor.

Quizá por eso siento de una manera muy clara que fueron momentos así los que hicieron que me enamorase irremediablemente de esta cosa que llamamos cine.
Porque con mi desconocimiento, mi ingenuidad y mis ganas de aprender se presentó ante mí -el cine- como un inabarcable catálogo de sensaciones.
Contradictorias y plenas. Hermosas y desagradables. Que me entretenían o me hacían pensar.
Que me afectaban.

Y así, después de tres días hundido, lo tenía claro.
Quería más...