Vi "El último tango en París" en mi casa de Granada, una tarde de finales de los ochenta, en una pantalla de televisor de catorce pulgadas.
Nunca más la he vuelto a ver.
Y creo que aún hoy me dura su huella en mi rostro.
Una huella terrible, dura y deprimente.
No sabía apenas nada de aquella cinta.
Era una época entonces en que habitaban en mí unas ganas locas de conocer y empaparme de mil cosas distintas, pero mi ingenuidad, mi juventud y mi torpeza hacían que todavía fuese mucho el camino que había de recorrer.
Así que apenas sabía nada de Bernardo Bertolucci, su director, quizá un poco más pero no lo suficiente de Marlon Brando, su actor principal, y lo único que sí me había llegado, inevitablemente, era su fama de provocadora, impúdica y salvaje en el tratamiento del sexo.
Pero nada más.
Y con esos ojos me enfrenté a la primera emisión que hizo televisión española de aquella cinta.
Y con esos ojos me fui metiendo en esa historia de desolación y autodestrucción que inundaba y traspasaba la pequeña pantalla de aquel televisor.
Y con esos ojos me asombraba ante las reacciones viscerales, extremas, malsanas y contradictorias de aquella historia, de aquellos personajes, que estaban muy muy lejos de lo que yo había podido vivir, de lo que yo había podido sentir hasta entonces.
Pero pese a todo la historia me capturó, me subyugó, me hipnotizó y me atrapó irremediablemente.
Y la espiral de dolor, maltrato y desamor consiguió tocarme en lo más hondo.
Me desarmó.
Recuerdo perfectamente como estuve en una especie de estado de shock los tres días siguientes al visionado de aquella película.
Ya digo que a día de hoy me reconozco todavía afectado por esa historia pese a no haberla vuelto a ver, pero es que en aquellos tres días no conseguí por mucho que lo intentase sacarme sus escenas de la cabeza.
Triste, deprimido, noqueado, ausente.
Y aunque consiguiese reponerme, aquella huella extraña (de lo desconocido, de lo no reconocido, de lo lejano, de lo imposible) permanecería grabada en mi retina.
Y recuerdo a Marlon Brando. Su interpretación majestuosa (¡y eso que la vi doblada al castellano!), inconmensurable y rotunda. Su monólogo ante la esposa fallecida, sus gritos bajo el metro, esa pose decadente y frágil de la destrucción inevitable.
Su soberbia.
Su dolor expandido, su mirada triste, sus miserias expuestas.
Y recuerdo a María Schneider. Su vitalismo, su inconsciencia, su atracción por el lado oscuro, su ingenuidad y su fascinación que es la nuestra frente a la crueldad y a la bestia que lo expele.
Su superficialidad, su estupidez.
Y recuerdo el mundo derruido a su alrededor.
Y recuerdo el mundo derruido a mi alrededor.
Quizá por eso siento de una manera muy clara que fueron momentos así los que hicieron que me enamorase irremediablemente de esta cosa que llamamos cine.
Porque con mi desconocimiento, mi ingenuidad y mis ganas de aprender se presentó ante mí -el cine- como un inabarcable catálogo de sensaciones.
Contradictorias y plenas. Hermosas y desagradables. Que me entretenían o me hacían pensar.
Que me afectaban.
Y así, después de tres días hundido, lo tenía claro.
Hay momentos tan intensos y que transmiten tanto que es difícil analizarlos.
Lo que de ellos se desprende -o al menos una gran parte- pertenece al terreno de lo intangible, de lo que se nos escapa, y de ahí precisamente su eficacia en cómo se nos cuela dentro, en cómo nos llega, nos toca y nos conmueve.
Algo de eso ocurre en esta pequeña escena de la gran serie de la AMC "Breaking Bad", perteneciente a la tercera y de momento última temporada (hay tantas cosas que quedaron en el aire que necesitamos que la cuarta comienze ¡ya!), una serie creada por Vince Gilligan y con el protagonismo absoluto del enorme Brian Cranston.
Tengo tanto amor por la serie que prometo no contar nada, absolutamente nada, que sea importante para su disfrute.
Y os la recomiendo encarecidamente.
En esta tercera temporada impoluta, el capítulo siete, titulado "One minute", se erige como uno de los más determinantes (aunque mi predilecto será por siempre el número diez, "Fly").
Con toda probabilidad ese "one minute" al que hace referencia el título se corresponde con lo que sucede al final del episodio, pero aún así hay "muchos un minuto" en todo el capítulo.
Un minuto de la paliza de Hank a Jesse, un minuto con la cabeza de un niño bajo el agua, y, por qué no, un minuto de la bajada de un ascensor.
En esta escena, Hank Schrader sale de su oficina (es detective de policía, agente de la DEA) hundido porque, tras un incidente grave que él ha provocado, se ha visto abocado a entregar su placa y su pistola, en espera del jucio al que se le va a someter. Cuando se dispone a salir se encuentra con su mujer, María, en el ascensor. Ambos bajan.
Este es el video que, como no podía ser de otra manera, dura un minuto:
Hay en la planificación del mismo un gusto innegable por la contención y el minimalismo.
En el primer plano de esta escena vemos al personaje de Hank de espaldas. Sabemos que está hundido por lo que acaba de suceder.
En este primer plano vemos claramente el gesto de Hank. Un personaje de carácter que se nos muestra vulnerable, pero contenido.
Sabemos que Hank está esperando la llegada del ascensor. Aquí el punto de vista cambia drásticamente y vemos la escena desde el interior de ese ascensor que el policía está esperando.
En este ascensor intuimos de espaldas la presencia de una figura femenina.
Las puertas del ascensor se abren y vemos a Hank en la misma posición de abatimiento, con el rostro vencido.
En un momento alza la cabeza y ve a la persona que viaja en ese ascensor.
En ese mismo instante cambiamos de plano, de punto de vista, y observamos que esa mujer del ascensor es María Schrader, su esposa, y sólo por su gesto entendemos que ella sabe todo lo que ha ocurrido a su marido.
Hank, cabizbajo, entra en el ascensor lentamente. Su mujer no se mueve.
Todo en la secuencia está contenido. La puesta en escena, el plano abierto, la ausencia de diálogo, la austeridad en movimientos.
Los personajes no se tocan y apenas si se miran. Flota en el aire mucha desolación, mucha tristeza, mucho desencanto.
Y las puertas del ascensor se cierran.
Tenemos la percepción que todo ese desencanto se encierra en ese pequeño espacio, y que las circunstancias dentro no van a cambiar.
Pero nos equivocamos.
De esas puertas cerradas pasamos a un plano muy cercano del matrimonio abrazándose, en una acción llena de dolor y ternura.
El cambio entre planos no puede ser más brutal, al igual que la lectura que hacemos de la historia.
La emoción de ese abrazo se ve todavía aumentada por un leve pero implacable acercamiento de cámara a los dos personajes que, aun sin hablar, transmiten todo lo que sienten en ese momento uno por otro.
De este acercamiento y esta emoción pasamos casi a negro, a la puerta del ascensor en el vestíbulo del edificio, que se va a abrir volviendo a mostrar a los personajes que están dentro.
Y comprobamos con asombro -pero entendiéndolo perfectamente- que la disposición de Hank y María es exactamente la misma que en el momento en que las puertas se cerraron en la planta de arriba.
Los dos quietos, los dos sin mostrar ningún tipo de emoción, hieráticos y contenidos.
Todo lo que había que mostrar, todo lo que había que exorcizar se ha quedado dentro de ese pequeño habitáculo.
Y los personajes, lenta y pausadamente, casi arrastrándose, salen al mundo real a enfrentarse -juntos, de eso no nos cabe ninguna duda- a sus propias miserias.
Es recurrente hablar de las limitaciones en el mundo del arte, en el mundo de la creación.
Limitaciones por presupuesto, por imponderables y -cómo no- por la censura.
Una censura física, social o autoimpuesta que condiciona, obviamente, el resultado de lo que se quiere contar.
Y, aunque nunca se deba hablar con cariño porque no lo merece, es cierto que el mundo de las limitaciones obliga a un plus de ingenio que puede llegar a ser agradecido.
Quizá sea el caso de "Trouble in Paradise" (hablando como estábamos el otro día de traducciones curiosas, la película se tituló en España "Un ladrón en la alcoba"), de 1932, dirigida por ese maestro absoluto de la comedia sofisticada, mordaz, irónica y elegante que fue Ernst Lubitsch.
La película narra las aventuras y desventuras de Gastón (Herbert Marshall), un ladrón y seductor de guante blanco en los ambientes de la alta sociedad, a quien se le cruza en su camino Lily (Miriam Hopkins), con la que resulta compartir aficiones.
La cinta está plagada de guiños, juegos, dobles sentidos, diálogos ingeniosos (no podía ser menos tratándose de Lubitsch) y usos narrativos que de algún modo suplen o complementan "lo que no se puede contar".
En este caso, todo lo relacionado con la seducción y el sexo.
Hay tanto y tan bien hilado que es difícil no caer en la tentación de hacer cuatro o cinco entradas distintas de esta película (sin duda las merece) pero me contentaré con ofrecer tres análisis distintos -que inciden en lo mismo- en una única entrada, articulándolos en tres actos:
ACTO I: La pausa de los créditos.
Tan sencillo como efectivo.
Una leve pausa, un momento de indecisión y ya no cabe lugar a la duda: Desde los títulos de crédito vamos a comprobar que nos encontramos ante una obra llena de dobles sentidos.
Estos son:
Efectivamente, en vez de salir el título de la película de una vez, como sería lo usual, lo primero y lo único que vemos es "Trouble in"...
Para, posteriormente, aparecer el dibujo de una cama, estableciéndose una relación entre "problema" (trouble) y "cama", más que evidente.
Y no será hasta después de esa leve pausa, cuando veremos el título completo, y entendamos que su significado es otro: Problema en el paraíso.
Aunque también podríamos establecer una identificación entre "paraíso" y "cama", con lo que la doble interpretación cama/problema o cama/paraíso está más que presente.
ACTO II: Los relojes de la noche.
Hemos traído aquí mucho ejemplos de la narración del "tiempo en el cine".
Y, por mucho que sea la metáfora más directa, el uso de un reloj y las manecillas acaba siendo una manera simple, sencilla y efectiva de trasladarnos a ese paso del tiempo.
En este caso, prácticamente solo con la voz en off y diversos planos de relojes, nos contarán el transcurso de una noche de Gastón con Madame Collet.
El vídeo dura 2 minutos y medio:
Todas las partes de la acción están contadas en su correspondiente hora.
A las 5, Lily se despide de Gastón sabiendo que este tiene una cita con una dama, con madame Collet.
Diez minutos más tarde llega la dama -y tras un diálogo maravilloso- concerta una cita con Gastón, y todo termina en unas risas cómplices.
El reloj que marca las 9 (no está reflejado aquí) es especialmente interesante, pues no hay diálogo, sólo un teléfono que suena en la habitación del hotel, y que nos confirma que la velada de la pareja aún continúa.
El siguiente reloj, el de las 11 menos diez, marca la llegada de la pareja a la habitación, con un toque también especialmente cuidado, el de la luz que ilumina el reloj.
Tras un breve -y de nuevo brillante diálogo- ambos deciden continuar la velada en el salón de baile.
Son las 11 y estamos en el salón de baile. El reloj ha cambiado.
La secuencia de lo que allí tendrá lugar -reloj/champán/reloj- no deja lugar a dudas.
Otro juego interesante es el del sonido de las campanadas (intuimos que es medianoche en la imagen del campanario, porque no llegamos a ver las agujas, y enlaza con las dos campanadas del reloj de la escena siguiente).
Son las dos de la madrugada.
Estamos ahora en el vestíbulo de la entrada a sus respectivas habitaciones, y de nuevo, el reloj cambia (no haré ninguna consideración freudiana acerca de la forma de dicho reloj para no ser considerado retorcido).
Este momento será el único donde veremos a la pareja -que además se llama por su nombre para remarcar esa presencia física- y percibimos en su despedida cuales son sin duda sus verdaderos deseos.
Una vez más el reloj actúa como narrador (y en este caso barrera) de su historia.
ACTO III: Lo que se cuenta sin contar.
Tengo que reconocer aquí que el análisis de esta parte lo leí en un libro. Siento de veras no recordar su autor para poder citarlo (lo único que recuerdo es que era catedrático de Salamanca) pero ni mi memoria ni Internet me han ayudado en su búsqueda.
Si toda la película es un cúmulo de referencias, ironías, juegos de significados y demás, probablemente esta escena se convierte en paradigma de la misma.
La utilización de reflejos, sombras y proyecciones, ayudados como siempre del diálogo, ejemplifican perfectamente todo lo que se quiere contar, aunque realmente no se cuente.
Y todo en apenas 30 segundos:
En esta ocasión Gastón y madame Collet se vuelven a encontrar en un apartamento que tiene, convenientemente, la puerta del dormitorio abierta.
Ella se va y él le manifiesta su apasionado amor.
Se besan, mientras ella le dice que tienen mucho tiempo para hacer todo lo que desean.
Ese deseo es imposible de consumar en este momento -¿o sí?-
Si no lo consumarán físicamente, al menos lo podrán hacer metafóricamente, a través de sus reflejos y sus sombras.
El primer reflejo se da en el espejo del dormitorio.
Sabemos que están en el salón, pero el reflejo nos muestra dónde quisieran estar.
Ellos se besan y con la voz de la chica escuchamos "semanas..."
Nos acercamos aún más al reflejo de la pareja (nos introducimos más en el dormitorio) a través del espejo del tocador, con el sonido de "meses..."
Y terminamos en este maravilloso juego de significados con la proyección del abrazo de los dos amantes -que están en el salón- sobre la cama del dormitorio.
Bajo el epígrafe de "...años" podremos comprobar el lugar donde en realidad quisieran estar Gastón y Collette: Tumbados y abrazados en la cama (aunque en realidad nosotros veamos que sí que están ahí).
Una película deliciosa, una comedia de altura llena complicidades para que el espectador se identifique con una manera de contar elegante, llena de guiños y encantos que se disfrutan a cada plano.
Inauguramos hoy una nueva sección dedicada al absurdo, complejo e inescrutable mundo de las traducciones de títulos de películas.
Con la etiqueta nada original de "Lost in traslation" (algo así como "lo que se pierde en la traducción"), en estas entradas trataremos de recoger no sólo lo que se pierde, sino lo que se intenta cambiar porque queda más bonito, lo que se tergiversa, o directamente lo que se inventa.
Esta afición a cambiar los títulos sin respetar el sentido original es por lo demás muy española, aunque de un tiempo a esta parte se esté perdiendo (y no sé si añorarlo, no sé) en favor de conservar los títulos en inglés -sobre todo los de pocas palabras-.
Hay tantos ejemplos, tan disparatados, tan sin sentido que es difícil centrarse y elegir.
Quizá por eso hoy inaugure esta sección con un título que se muerde la cola, con una traducción que hace referencia no a la película que debería, sino a la que fue causante de la misma.
Una traducción literal (perdonadme si no es así) podría ser "Desvelado en Seattle", o "Insomne en Seattle".
Pero no se trata de hilar tan fino.
Aquí, en España -para qué andarnos con menudencias- se tradujo como "Algo para recordar".
Y lo peor de todo es que tiene su explicación: "Algo para recordar" sería la traducción más literal de "An affair to remember", la película de Leo McCarey de la que "Sleeplees in Seattle" es más homenaje que remake.
Pero -para rizar el rizo en este absurdo bucle- "An affair to remember" se tradujo aquí como "Tú y yo".
O sea que utilizan la traducción literal de una película de 1957 para titular una de 1993 que homenajea a esta primera.
¿No es un poco rebuscado?
Pues sí, así es este mundo de los títulos de las películas, tan epatante, tan enigmático.
P.D. Como curiosidad podemos añadir que Gleen Gordon dirigió en 1994 otra versión de "An affair to remember" con Warren Beaty y Anette Beaning, a la que llamó "Love affair" y que aquí se tradujo como "Un asunto de amor".
Claro que "An affair to remember" es en realidad un remake que el propio Mcarey hizo de una película suya del año 39.
Decidme si no es un bucle...
Y aprovechando que hablábamos de "Sleeplees in Seattle", me gustaría aprovechar la oportunidad para comentar el movimiento de cámara del principio de la película, que refleja bastante bien la importancia de lo que conocemos como punto de vista.
En el inicio del film vemos a Tom Hanks y su hijo en el entierro de la mujer.
El movimiento en cuestión este:
En la primera imagen de la película observamos al padre y al hijo en el cementerio, en el momento del entierro.
Están solos y unidos frente a la pérdida.
Pero, a medida que la cámara se mueva, de que cambie el punto de vista, vamos a observar dos elementos que influirán en nuestra percepción de a qué se enfrentarán padre e hijo.
Por un lado la gente -todos separados, lejos de ellos- pero sobre todo la gran ciudad (Chicago) que aparece como un elemento inmenso, anónimo, que los engulle y los deshumaniza.
Es curioso cómo el final del movimiento, más lleno de elementos en la escena -ciudad, gente, árboles- potencie aun más la soledad y el aislamiento de los dos protagonistas.
No sólo apreciamos su dolor, sino también a lo que tendrán que enfrentarse a partir de ahora.
Algo hay cuando se unen un virtuosismo técnico impoluto, una claridad conceptual evidente y la mitomanía innegable que arrastra una obra de culto.
Ocurre al menos durante los cinco minutos de créditos iniciales de la película Watchmen, de 2009, dirigida por Zack Snyder, y que a su vez está basado en el reputado cómic del mismo título, dibujado por Dave Gibbons y escrito por esa inevitable referencia dentro del género llamado Alan Moore.
Hay técnica, hay concepto y mucho hay de mito en esta pequeña historia -o introducción a la misma- de cinco minutos, acompañada por la música de Bod Dylan.
Más allá de otras consideraciones, en una película que se nos presenta como una adaptación absolutamente fiel -al menos a la forma- al cómic original, nos encontramos ante la única parte del film donde se ha podido tomar cierta libertad con respecto a ese precepto.
Y a mi modo de ver -curiosamente- se agradece.
La novela gráfica nos habla de los conflictos de unos superhéroes (enfrentados a sus miserias y sus fracasos) en un contexto de tensión social y política entre los EEUU y la URSS.
Estos créditos iniciales se encargarán de presentarnos a los protagonistas -los superhéroes-, contándonos su pasado a través de determinados momentos históricos muy determinados, y su evolución (unos mueren, otros nacen, otros se transforman) unida indefectiblemente a esos acontecimientos.
No he podido incrustar el video porque su inserción estaba desactivada, pero podéis ver los títulos completos pinchando aquí.
Muchos minutos de metraje y mucho que analizar en esta pieza.
Para no perderme, prefiero centrarme en cuatro aspectos para mí fundamentales:
1) LA DISPOSICIÓN ESPACIAL DE LA TIPOGRAFÍA
Muy del cine moderno, hay un juego evidente -más formal que otra cosa- en la colocación de los títulos de crédito.
Aprovechando la perspectiva, los títulos no se superponen directamente sobre la película, sino que se adaptan al espacio sugerido en cada plano, de modo que se mimetizan con este, y la integración de los mismos es mucho mayor (dando una importancia -que se ha venido acrecentando con el paso del tiempo- a los diseñadores gráficos frente a los cineastas en la creación de este tipo de títulos).
Veamos sólo algunos ejemplos:
Precursor en cierta medida (es de los primeros que recuerdo haber visto) y de una clarividencia absoluta -la utilización de los espacios arquitectónicos para enmarcarlos-, podemos observar un buen paradigma de este aprovechamiento espacial y de esta utilización de la perspectiva en los títulos iniciales de "La habitación de pánico" de David Fincher.
"El beso", es sin duda la fotografía más conocida de Eisenstaedt, y un icono de la época.
En este caso la mayor diferencia es que va a ser una superheroína -una mujer- la que bese a la enfermera en pleno Times Square.
Curiosamente una chica será también la que sustituya a Jesucristo en la recreación del cuadro "La última cena" de Leonardo da Vinci.
El embarazo de la figura central así como la presencia de nuevo de la enfermera (también presente en el trágico final de la superheroína) no pasan desapercibidas.
Icono pacifista será también el uso de la conocida imagen de Marc Riboud, aunque el trágico desenlace -con los disparos de los fusiles frente a la masa- que ocurre en la película (distinto al histórico al que hace referencia) marca aún más el carácter de ucronía, de desarrollo histórico alternativo en el que se mueve la historia.
3) EL PASO DEL TIEMPO Y EL CONTEXTO HISTÓRICO.
Muy presente también en los homenajes anteriormente citados, esta pieza está llena (no se me ocurre un adjetivo mejor) de momentos históricos reconocibles, en los que se va a insertar la propia intrahistoria de los personajes de la película.
Y en esa presencia y en la toma de partido de los personajes frente a esos acontecimientos será como los conozcamos, y veamos su evolución.
Para remarcar ese carácter histórico innegable, muchas de esas escenas se abrirán con una portada de periódico (testigo y documento del hecho).
Y la sucesión de momentos que pertenecen ya a la historia colectiva es casi inabarcable: El asesinato de JFK, el vuelo del Enolay Gay, la llegada del hombre a la luna, la alianza de la revolución castrista con la URSS, el monje vietnamita que se quema a lo bonzo, el conocido local Studio 54, Warhol y Capote...
Veremos sólo un par de ejemplos:
4) LOS MOVIMIENTOS DE CÁMARA
La planificación de estos títulos es por lo demás bastante sencilla. Fundidos a negro que abren y cierran las diferentes escenas, y unos leves movimientos de cámara que los acompañan.
Me resulta curioso cómo la mayoría de esos movimientos son de encuadres más cerrados a más abiertos, son travellings de alejamiento.
Este movimiento ahonda probablemente más en la idea de paso del tiempo, de un dejar atrás, de mostrar cosas o hechos que ya han pasado.
Sin embargo, curiosamente, casi los dos únicos movimientos que no son de alejamiento sino que son de acercamiento, corresponden con las fotografías que se hacen el grupo de superhéroes, una al principio y otra al final de la pieza.
En ambas -en realidad lo que se nos cuenta en estos títulos es lo que ha pasado entre esos dos momentos- desde el punto de vista del fotógrafo, desde la cámara de fotos nos acercamos al grupo, nos aproximamos a ellos, redundando en la idea de que va a ser sobre ellos -ya lo he dicho, sobre sus miserias, sus miedos, sus fracasos- sobre los que va a ir la historia que estamos a punto de ver.