AVISO IMPORTANTE: Si no has visto (aún) la película "Ratatouille", deja de leer esta entrada.
DEJA DE LEER YA.
Búscala, consíguela, disfruta de ella y luego vuelve, pero voy ahora a hablar de una escena sublime, emocionante, intensa y magnífica, casi al final de la historia, que hay que ver y disfrutar -al menos la primera vez- en su momento justo.
Hay que sorprenderse, emocionarse y vivirlo como esta escena merece.
Luego podremos comentarla, pero si no la has visto no.
Y si no la has visto que conste que te envidio, porque podrás verla por primera vez, y yo, ya, me temo que no.
Pero vamos a lo que vamos.
Vamos a comentar un movimiento de cámara difícil de olvidar. Un movimiento único y brillante.
Un prodigio de técnica y sentimiento, una audacia exquisita de sensibilidad y contundencia en la narración.
¿Un movimiento perfecto? Podría atreverme a sostener que sí.
En cualquier caso uno de los que más honda huella me ha dejado, un movimiento imborrable que se te mete dentro y lo haces tuyo con una facilidad pasmosa.
Es la historia de Remy, una rata cuyo mayor sueño es convertirse en chef, y que acaba preparando un plato para Anton Ego, un huraño, exigente y escéptico crítico culinario.
La reacción de Ego al primer bocado de ese ratatouille, es ese prodigio del que he agotado ya todos los elogios, y dice así:
Hay que reconocer que visto en cine, en una sala a oscuras y con un buen sonido resulta conmovedor.
La regresión al mundo de su infancia que consigue un solo bocado del plato, hace que nosotros mismo volemos con él, sintamos con él, nos emocionemos con los olores y los sabores de su infancia, de la nuestra.
Pero analicemos poco a poco.
Tras ese primer bocado, lo primero que cambia es la expresión.
De un Anton Ego exigente, serio, de vuelta de todo, que ha perdido la capacidad de sorprenderse pasamos, en un solo gesto, a la sorpresa, a la incredulidad, al asombro. Pero todavía falta lo mejor...
De repente vemos al crítico solo en el restaurante. Solo frente a sus propios sentimientos. El escenario se difumina y él (su yo, su antiguo yo) se difumina con el propio restaurante.
En medio de esa soledad y esa espiral, ese agujero negro que se traga literalmente a Ego, lo succiona, podemos ver la pupila, la pupila de un niño.
Ahora ya no vemos a Ego. Ego ha sido tragado, devorado, consumido, volatilizado por ese sentimiento del primer bocado.
Ego ya no existe.
Existe sin embargo ese niño que Ego alguna vez fue. Es el niño que ahora tenemos de frente.
Ahora terminamos de comprenderlo todo.
Es tan fácil, tan sencillo, tan directo, tan impecable...
El niño pequeño que es Ego está comiendo ese mismo plato, el ratatouille, que le preparaba su madre en la infancia. El olor a campo, la casa vieja, las caricias de la madre... todo está implícito en el bocado de esa delicia...
Y volvemos, regresamos al ojo de Aton de niño, para volver a encontrarnos de nuevo con el Aton adulto.
Volvemos al ojo, volvemos al restaurante, volvemos a la incredulidad del crítico que se transformará en placer, en felicidad, en euforia.